En cuestión de lo que parecieron segundos, se encontraba una vez más en el recinto principal de la feria de los mundos. Por alguna causa, el lugar parecía más pequeño que la primera vez. Julia quiso probar suerte con las cuatro guías antes de seguir. “¿Podrían materializarse una vez más? Tengo tantas preguntas...”. Los dos hombres y las dos mujeres, todos con sus sillones, brotaron de la nada y se posaron frente a ella. “Muchas gracias por venir”, comenzó Julia. “Necesitaría saber si hay un sistema para explorar los mundos, algo que permita que uno vea un paneo de su vida sin perder tiempo”. Las cuatro cabezas se movieron de un lado a otro en una unánime negativa, para luego desaparecer una vez más. Julia cerró los ojos, y volvió a cruzar el telón.
Esta vez, no despertó en su cama, sino que simplemente se vio a sí misma sentada en un banco, en una plaza atiborrada de niños. A su alrededor había varios adultos supervisando el juego de los pequeños, y haciendo estúpidos sonidos, aplaudiendo cada pequeña cosa que los niños hacían. ¿Será que uno de éstos es mío?, se preguntó Julia. ¿Pero cuál? Había decenas de niños de distintas edades. Se le ocurrió que una madre debía conocer a su hijo bajo cualquier circunstancia, y se avocó a mirar a cada uno, en el afán de que algún par de ojos le dijera “mamá”.
No le costó mucho desistir (eran demasiados), y fue cuando finalmente dejó de buscar y se paró en un rincón, con una mano sobre la frente para descansar del sol, que una pequeña mano comenzó a tironear de su pollera. El rostro, pequeño y rosado, era el de un ángel con aires a Julia y a alguien más. Pero ya habría tiempo para eso. Con el niño en brazos, Julia se sentó en un banco solitario, bajo la sombra de un palo borracho. La manita del niño acariciaba tiernamente su cara, mientras Julia reparaba en el hecho de que no sabía donde vivía. Esta vez no llevaba ni carteras ni bolsos llenos de información valiosa, por lo que decidió explorar sus bolsillos. Sólo encontró algo de plata y un papel doblado. Era un ticket de lavandería a su nombre, pero el apellido no era el suyo. Será el nombre de mi esposo, pensó Julia, y corrió a conseguir una guía telefónica.
Arribó a la casa cerca del anochecer. No tenía llaves, y al tocar el timbre se encontró con un joven apuesto que depositó en su boca un rápido beso. “Cuanto que tardaste. No te acordaste que hoy teníamos la cena en lo de los Márquez, ¿verdad?”. Julia simuló estar apenada por el olvido. El joven tomó al niño de sus brazos, y Julia subió una escalera de madera que, asumió, llevaría a su dormitorio. Había un vestido negro tendido sobre su cama. Julia se dio una ducha rápida en un baño desconocido y bajó, vestida para la ocasión, a descubrir con quién se había casado.
A las nueve en punto llegó una niñera, y Julia pronto se vio viajando en un suntuoso auto, junto a un apuesto joven que no le producía la más mínima sensación. Callaba, y sentía que siempre habría sido así, ya que el joven no paraba de explayarse sobre cosas que a Julia no podían importarle menos. Aunque no lograra imaginar qué elemento en su pasado había influenciado su decisión, se había casado con un joven emprendedor.
Lo que sucedió después no quedó muy claro en la memoria de Julia, pero estaba segura de que en algún momento se bajó del auto en leve movimiento tras cortar un semáforo, tomó un taxi que justo pasaba, y volvió a la que en ese mundo era su casa. Encontró al niño durmiendo en su camita, vigilado por la niñera. “Señora, ¿tan rápido terminó la cena?”. Julia buscó en su cartera algo de dinero, y se lo extendió a la chica sin mirarla. Cuando finalmente estaba sola con el niño, Julia pidió a los seres del recinto que enviaran una puerta, y abrazó a la criatura con todas sus fuerzas.