lunes, 11 de agosto de 2008

El Regreso

El aire se iba haciendo más espeso en cada escalón. El ruido casi fantasmagórico de los trenes acercándose, o perdiéndose en la oscuridad; la luz intermitente de los vagones, relámpagos con vida propia que dibujaban sombras extrañas en las paredes y en las caras de la gente. La gente, cuyos rostros serenos, oscuros, abatidos, extáticos, se recortaban de la masa, y se volvían a unir. De a ratos eran universos completos, de a ratos perdían la definición, y se amalgamaban con el del vecino, formando un collage de expresiones amorfas.

Allí esperaba, con un brillo en los ojos, como quien entra por primera vez en una feria. Y soñaba, y se estremecía, y a veces también sentía mariposas en el estómago, como el dulce vértigo de montar una montaña rusa.

Así, soñando despierto, se durmió esa noche, con la nuca sobre una hamburguesa de papel brillante. En su sueño, manejaba ese dragón metálico con orgullo en los ojos. Presionaba botones y activaba palancas, y los dientes del dragón metálico hacían que la oscuridad se acercara, y se fuera tiñendo de a poco con la luz que emergía del gran ojo del dragón.

Despertó, y se ahogó en el silencio. Pego un par de brazadas en forma de grito, para luchar contra el vacío que se oía a su alrededor. No había nadie hacia su derecha, ni a su izquierda. No había nadie al otro lado del foso oscuro donde solía bañarse el dragón. No había nadie, y sintió miedo. Corrió a buscar al vendedor de cospeles; de seguro se encontraría allí. Del otro lado de la reja que protegía la ventanilla, la oscuridad le gritó que no había nadie.

Tragó saliva y, embistiendo al silencio, se apresuró hacia las escaleras. El ruido de sus zapatillas rotas sobre el suelo chocaba contra la sórdida calma y hacía eco. Se detuvo al pie de la escalera y volvió la mirada. Tenía la horrible sensación de que, dado el primer paso, no habría vuelta atrás. Vaciló, hurgó dentro suyo hasta encontrar un poco de coraje, y comenzó a ascender.

El laberíntico recorrido de las escaleras fue testigo de varias caídas, pero cada vez se apresuraba a ponerse de pié, sacudir el miedo con la cabeza, y continuar su solitaria travesía. Finalmente dio con la última vuelta del laberinto. Allí arriba, tras la reja, se encontraba el mundo real: la gente, los ruidos, las luces de la noche. Subió despacio, saboreando el fin de la aventura, sabiendo que había sido sólo un momento, una equivocación, un olvido, o tal vez un mal sueño.

Durante el acenso, esperaba que el albor de la realidad se fuese filtrando de a poco a través de la reja, pero la tenue luz que iluminaba sus zapatillas no provenía de la superficie, sino del submundo que solía frecuentar el dragón. Siguió ascendiendo sin mirar hacia arriba, hasta que finalmente la puntera de goma de su calzado chocó contra la oscuridad de hierro. Palpó la reja con sus manos sucias; allí estaba, sólida y completamente cerrada. Con temor, extendió uno de sus brazos a través del vacío. Primero los dedos, luego las manos, finalmente el codo. Sentía estar tocando la nada, y la nada lo acariciaba del otro lado de la reja. Allí donde debía levantarse la Ciudad, se levantaba una etérea y sólida masa color ébano sin textura, ni ruido, ni color.

Sintió la humedad en sus ojos y apretó fuertemente la reja. No iba a darse por vencido. Tiene que haber otra salida, pensó. Y entonces se preguntó inevitablemente si había un lugar al cual salir.

Con el miedo asomando tímidamente desde sus ojos comenzó a caminar sobre sus pasos, alejándose de a poco de la nada para acercarse a la soledad subterránea. Volvió a la hamburguesa de papel, y permaneció allí, contemplando la ridícula suma que se desprendía del sándwich, durante un largo rato. Pronto se hizo presa del hambre y la sugestión, y decidió explorar otras salidas.

Corrió a través de varios laberintos, chocando contra otros fosos, otras figuras de papel brillante, otras rejas cerradas. O tal vez no eran otras. Tal vez eran siempre los mismos fosos, y las mismas rejas. No tenía forma de saberlo. Pero detrás de cada reja se encontraba la misma nada, y él la miraba de reojo, como a un cadáver, sin animarse nunca a posar su mirada en el amenazante vacío.

Finalmente, frustrado por tantos vanos intentos, se sentó a descansar en el borde del foso. Si el dragón viniera, pensó, al menos algo además de mi se estaría moviendo. Se dejó caer sobre las vías. La distancia entre el borde y el fondo del foso era superior a su propia altura, y la caída le hirió la rodilla. Entonces lo embargó el temor. Escuchó la fuerte respiración del dragón acercándose desde la oscuridad, pero estar allí ya no le parecía una buena idea. Con una línea de sudor dibujándose en su frente se echó a correr. Cojeaba, y con cada paso su rodilla gritaba un aullido desgarrante. A sus fosas nasales llegó pronto el humo del dragón, que rugía cada vez más cerca. Corría, cojeaba y volvía a correr, sin mirar el camino, apretando los ojos con fuerza, espiando de a ratos con los ojos entreabiertos.

Cuando la mirada del dragón apareció detrás de una curva, supo que ya no podría correr. Entonces volvió a apretar los ojos, se dio vuelta, y se dijo a sí mismo que iría camino a la nada. Sin mirar, sintió que una vez más lo envolvía el silencio. El rugido del tren ya no se escuchaba. Por un momento sintió que todo -el dragón, el foso, el dolor en su rodilla, y hasta su mismísimo ser- había desaparecido. Y luego comenzó a escuchar el silbido del aire que emergía apresurado desde sus pulmones, y supo que al menos él aún estaba allí. Abrió los ojos muy despacio, y de a poco se encontró con sus zapatillas, con las vías, y con el espacio vacío que debía haber ocupado el dragón, justo después de la curva. Sonrió, y luego recordó la nada y el silencio de los que había intentado huir en un principio, antes de intentar huir del dragón. Su corazón se hundió en un mar de tristeza, y comenzó a emprender, abatido, el camino de regreso. Al llegar una vez más a la hamburguesa, se recostó contra el papel brillante y se quedó dormido.

“Que hacés acá, pibe?”. Despertó, y sus ojos se encontraron con otro par, muy distinto a los propios. Las vetas color cielo en los ojos del guardia se dibujaban en la negrura de los suyos e irradiaban bondad. Confundido y sin emitir palabra, miró a su alrededor. “Tenés a donde ir, nene?”. Asintió, y se puso de pie. Mientras recorría lentamente el laberinto, pensaba en la amable mirada del guardia, y en la mentira. Tras pocos minutos, se topó con la última escalera. Miró hacia arriba. Tras las rejas semiabiertas, la ciudad despertaba.