lunes, 16 de junio de 2008

Fragmento de 'La Feria de los Mundos'

Varios minutos pasaron en vanos manoteos, y de pronto el silencio comenzó a llenarse de a poco, adoptando el sonido de una corriente de agua vertical que salpicaba levemente al caer. “Es una cascada”, dijo Julia en voz alta, y una pequeña se materializó cerca de sus pies. Tenía menos de tres metros de altura, y el agua –que Julia juró se sentiría como una caricia en la piel- se evaporaba antes de tocar el piso. Acercó la mano, anticipando la sensación esperada, pero el agua cayendo en su palma no produjo ninguna respuesta táctil.

“Es suave”, aseveró Julia sin saber bien a quién se lo decía, “como de esas canillas nuevas que se activan con sensores”. El agua pronto trajo una sensación, y era suave, y le acariciaba deliciosamente la palma de la mano. Julia sonrió. “No puede ser tan fácil”, dijo en voz alta, arrepintiéndose en el acto. La vertiente desapareció, tal como Julia lo anticipara un fragmento de segundo antes, una milésima de segundo después de enunciar sus últimas palabras.

Una vez más eran ella y el silencio en una nada oscura. Julia intentó sentarse, como lo hacía cuando pensaba en el recinto de la Feria de los Mundos, pero aunque sentía una superficie sólida bajo sus pies, al agacharse para tocarla parecía no llegar nunca, y su intento de tomar asiento fracasó inexplicablemente. No tuvo otra opción que caminar, despacio, primero un pie, luego el otro, sin saber si avanzaba o caminaba en círculos, o si estaba siquiera realmente en movimiento.

“Terra”, susurró finalmente a aquella nada, “Amiga...”, aunque con la fuerte sensación de que eso no funcionaría allí. No se equivocaba. El silencio pronto comenzó a aturdirla, y Julia sintió deseos de cantar. Como no se le ocurría nada, en un principio fueron balbuceos semi-rítmicos, y luego el tímido tarareo de una canción que solía cantar en su infancia.

Una melodía comenzó a tomar forma en su cabeza, y la boca de Julia la entonó sin miedo, a los gritos, desafinando, como quien no escucha su propia voz tras los auriculares. La situación le provocó risa, y la risa sonó como una cascada. La vertiente volvió a materializarse, sólo que esta vez emitía risas en lugar de agua, risas transparentes y suaves, al tacto y a la vista. Los ojos de Julia, maravillados, recorrían el curso de las risas, sin asombrarse demasiado por la falta de lógica que emanaba de ese festín de los sentidos. La fe de Julia era cada vez más ciega, y sabía que todo lo que viniera a su camino sería para bien.

Decidió abandonar la cascada y, determinada en encontrar un sendero fuera de la oscuridad, comenzó a caminar hacia adelante, en el intento de trazar con sus pies una línea recta hacia algún lugar. De a ratos la fe la abandonaba, y sentía que aún estaba quieta, pero luego decía en voz alta “Ya llego, ya llego”, y seguía colocando un pie delante del otro, sin saber bien donde se apoyaban, o a donde la conducían.

A very very short story

A media cuadra de su casa, en un callejón medio escondido entre un supermercado de productos de calidad dudosa y una barbería derruida, habia una puerta. Verde, pequeña. No estaba escrita, pero decia cosas. No tenia pegotes de carteles, pero las vetas del acero dibujaban formas ininterpretables. La miraba. Siempre. Siempre se preguntaba a donde conducía. Siempre. Y aunque no la veia, en el trayecto de regreso a casa seguía viendola. Verde, rara, serena. Algo se agitaba detras.
Fue en un mal día. O tal vez en un dia de esos que de tan buenos abruman, dan miedo, quitan el aire. Fue en un día distinto, que de tan rutinario parecia ajeno, desencajado. Había algo en ese día. En el cielo. Detras de la puerta. Los coreanos del super balbuceaban monosilabos, o tal vez frases que de tan largas no se distinguían los limites de las palabras. El barbero fumaba en la puerta. Un viejito llevaba lentamente su barba para ser recortada. Era un día raro. La puerta decía mas cosas que nunca. Creyó, tal vez por el reflejo del sol, entender los signos de las vetas. Por un segundo. Un segundo certero, como nada en su vida. El sol del mediodía le escondía la sombra bajo los zapatos. No habia testigos. Nadie. Nada.
Y la abrió.

Fragmento de Hipocondria

PATIO DE LA ESCUELA – EXT. – DÍA

Lydia y Juanito se observan el uno al otro.

JUANITO

- ¡Lydia! Estas igual que siempre. ¡No sos un palito!

LYDIA

- ¡Vos tampoco! ...Erm... bueno, un palito no... más bien un palo.

Sorprendidos, miran a Hipocondria.

HIPOCONDRIA

- Ah, si. Me olvidé de decirles que el Hemorrageus sólo ataca cuando el paciente se mira al espejo justo después de que el objeto se rompa.

JUANITO

- ¡Uff! Que alivio que no había ningún espejo.

LYDIA

- Pobre Guly. Parecía la gran solución.

HIPOCONDRIA

- Podríamos decirle que se contagió, y el poder de la sugestión lo haría adelgazar igual.

JUANITO

- ¿La sujeción? O sea que si adelgaza, no va a poder sujetar sus pantalones, ¿no?

Fragmento de historia sin título

Allí estaba, la gran ciudad, lista para recibir a tres almas en fuga de las garras de la profesora Cardelli. Dudo que la profesora Cardelli nos haya extrañado esa tarde, y la ciudad se alzaba ante nosotros como una caja de Pandora rogando ser abierta. Imposible no tentarse. Caminábamos casi al unísono, aunque Martín un poco más despacio, como era habitual en el. Martín sólo apresuraba el paso en las cercanías de un negocio de comics. En un momento dejó de caminar, nos ofreció una mirada fugaz, y enfiló ágilmente hacia una galería. Era su paraíso, y un poco también el nuestro. Había muñecos, posters, figuras de colección que parecían salir de nuestra imaginación. Allí pasábamos horas, pegados contra el vidrio, haciendo cuentas de cuanto tiempo nos tomaría juntar las ridículas sumas de dinero que pendían de los pequeños tesoros. En ocasiones, Martín entraba en trance, y su mirada se perdía en las profundidades de la vidriera. Yo lo miraba de reojo, preguntándome cuál, de tantos objetos, había capturado su atención. A veces sospechaba que su mirada simplemente se perdía, mirando todo y nada a la vez, embebiéndose de felicidad y haciéndola a un lado al mismo tiempo.

La segunda parada era en negocio de discos. Allí Martín y yo circulábamos con discreción entre los pasillos, levantando de cuando en cuando algún CD. Nico, naturalmente, disfrutaba a pleno de su paseo por su pequeño templo, rindiendo culto a cualquier cosa que llevara el emblema de su música preferida.

Finalmente llegábamos a las librerías de libros usados. Ese era un paseo que disfrutábamos todos por igual. Cada uno tomaba su rumbo y se zambullía en un estante diferente, y sólo alterábamos la paz individual cuando un ejemplar de conocido interés mutuo se topaba con nuestros dedos. Yo coleccionaba una serie de aventuras que había causado furor en nuestra infancia, y los otros dos llevaban siempre en la billetera un papelito con los números que yo tenía, atentos al descubrimiento de uno nuevo.

Así se pasaba la tarde. Cada parada era un momento único y, cada vez, el juego de la gran ciudad nos llenaba el alma. De a poco, la ciudad se iba cubriendo de luces. Entonces, sabíamos que nuestro paseo había llegado a su fin. Aún quedaba una última aventura: el viaje en subte. Todos amábamos el subte; bajar por las escaleras, mientras el aire se hace más espeso en cada escalón; escuchar el ruido casi fantasmagórico de los trenes acercándose, o perdiéndose en la oscuridad; la luz intermitente de los vagones, las caras de la gente, adquiriendo múltiples matices. En cada parada, la aventura se aproximaba a su fin. Entonces, nadie hablaba. Simplemente guardábamos en nuestra memoria cada momento, mientras disfrutábamos del espectáculo gratuito del tren en movimiento.

Mr Kent’s Fantastic Machine (fragmento)

Susan scraped the bottom of the jar and spread the last bits of mayonnaise on the toast.

-Josh! Hurry up or you’ll be late for school -she called up anxiously.

Josh stomped down the stairs. Barely two minutes later, the toast had been reduced to crumbs and Susan was left alone in the kitchen. He’s so hyperactive, she thought, and as she cleaned up she pondered over who was to blame for that. After deciding for videogames and television, she went out into the front yard to get the paper.

-That seems like a very fine boy –said an elderly man standing in the garden next door.

-Yes, but sometimes I wish he weren’t so… twenty-first centurish, if you know what I mean.

Sixty long seconds went by until it dawned on Susan that she had no idea who she was talking to. She looked at the old man inquiringly.

-I’m Robert Kent. Just moved in –said the man kindly, as he offered Susan a wrinkled hand. She apologised for her carelessness and introduced herself.

-Susan Binns. My son’s name’s Josh. Welcome to the neighbourhood, Mr Kent.

The man was about to turn round, when he stopped, and after a few thoughtful seconds he said:

-You know, I need a hand cleaning the attic. Perhaps the youngster could be of help. He’d earn a few bucks and spend some time away from the television.

Susan was delighted by the idea, unlike Josh, who ran up to his room as soon as he heard the news that evening.

-Come on Josh, darling –said Susan as she sat on the bed next to him-. It’ll be fun!

-Fun? How can it be fun to be stuck with that old rug every afternoon?

Susan stroked her son’s hair with motherly patience.

-Ok, do it once, and if you get awfully bored and feel like shooting yourself after the first time, I promise you won’t have to go ever again.

Josh smiled, kissed his mom on the cheek, and began to get ready for dinner.

Susan was very satisfied when Josh came in the following evening, looking like anything but a ten-year-old who had spent the worst afternoon of his life.

-Did you have fun? –she asked, trying not to sound too anxious.

-Mr Kent is alright, Mom.

Throughout the subsequent week, Susan avoided inquiring about her son’s visits to Mr Kent, so as not to make him feel pressured. But the complaints never came, and she began to wonder how alright Mr Kent really was.

-Tell me dear –she said while he helped her set the table- what is it you and Mr Kent do up in the attic?

-Oh, well, the first three days, we threw out all the junk. There were tons of junk, Mom! And then we started playing with his time machine.

Susan opened the top drawer, counted three forks, three knives and three spoons, and they all hit the floor with an awful clang.

-HIS WHAT?

-His Time Machine –Josh repeated, as naturally as if he was talking about football-. We go places, Mom. We’ve been to the sixties, the eighties, to the time when that mean-looking man… Nikeson… was president. But the time we like visiting best is The War.

-The… war? –asked Susan timidly. And in order to disguise the fact that she was absolutely bewildered, she added:

-And by the way, it’s Nixon, honey.

-Yes –Josh went on, ignoring the correction- At first, Mr Kent said he wasn’t sure we should go there, because he said it was a very groosome war and I was too young and all. But then I told him we had talked about it at school, so he said it was ok.

Josh went upstairs to wash up, and Susan wondered.


martes, 10 de junio de 2008

La feria de los Mundos (introduccion continuada)

1 Todo el mundo ama las ferias

Una feria es un mundo que deambula. Todas las ferias tienen estructuras similares. Grandes tiendas se despliegan a lo largo de algún descampado que, salvo por la ocasional visita de algún circo o un parque de diversiones, no es sino un gran baldío en las afueras de una gran ciudad. Durante la estadía de la feria, el descampado se cubre de luces, músicas extrañas y centenares de objetos sin dueño que esperan por uno, o que simplemente están allí, como parte de ese fantasmagórico escenario.

Julia nunca había estado en una feria, pero había leído infinidad de historias en las que algún niño curioso se perdía en sus encantos para nunca regresar. Tampoco se le había ocurrido visitar una: en la ciudad en donde vivía sólo había edificios, ningún descampado. Los baldíos no pasaban demasiado tiempo sin que algún agente de bienes raíces los descubriera, y en seguida alzara sus manos cual director de cine, para comenzar a proyectar una nueva propiedad horizontal. Después de todo, los edificios eran necesarios. Todo lo que la gente hacía en la gran ciudad requería de alguna oficina, donde alguna bella secretaria se sentara con su minifalda a atender algún teléfono, e indicarle a la gente cuándo podía pasar a hacer quién sabe qué trámite.

El edificio en el que trabajaba Julia era uno enorme e imponente, pero en él no había oficinas sino aulas. Enormes aulas se desplegaban a lo largo de las dos plantas, que ocupaban una manzana entera. Todas las mañanas, las enormes aulas se llenaban de niños, que llenaban centenares de bancos y desplegaban sobre ellos cientos de carpetas, biromes y lápices.

Julia enseñaba lengua y literatura, y como amaba los cuentos, siempre empezaba su clase leyendo un capítulo de alguna de sus historias preferidas. Una mañana en particular, comenzó a leer uno de esos cuentos sobre niños perdidos en ferias. No había llegado a la quinta línea, cuando una pregunta inesperada la hizo detener su lectura. “Señorita, ¿qué es una feria?”. Julia levantó los ojos del libro. La pregunta había sido formulada por Brian II (En el curso de Julia había cinco Brians, tres Azucenas y ocho Dianas). “¿Alguien puede explicarle a Brian qué es una feria?”, preguntó Julia, asumiendo que varias manos se levantarían en el acto. Los niños pestañeaban con ojos ausentes, y ninguna mano se elevó. “¿Nadie sabe lo que es una feria?” Era evidente que nadie sabía. “Una feria”, comenzó Julia, “es un lugar como un circo, pero sin carpa, donde la gente va y...”. Lo cierto es que Julia tampoco sabía como describirlas, siendo que ella nunca había visto una. “La gente va y... hay muchos puestos con cosas para ver... cosas extrañas, gente con habilidades especiales”. “Ah”, dijo una de las Azucenas, creyendo que empezaba a comprender, “hay chicos que realizan operaciones matemáticas complicadas”. “No, no. No esa clase de habilidades. Hagamos una cosa. Cuando escuchen más de la historia van a entender de qué se trata. Sigamos leyendo”.

Así fue como, sin darse cuenta, Julia dedicó el resto de la clase a leer su cuento sobre las ferias. Cuando terminó, estaba tan emocionada que casi había olvidado que estaba en un salón de clase rodeada de niños. Levantó la mirada del libro, ansiosa por descubrir la impresión que el cuento había causado en sus alumnos. Para su enorme sorpresa, la totalidad de los niños se habían quedado dormidos. No lo entiendo, pensó Julia, todo el mundo ama las ferias.