lunes, 11 de agosto de 2008

El Regreso

El aire se iba haciendo más espeso en cada escalón. El ruido casi fantasmagórico de los trenes acercándose, o perdiéndose en la oscuridad; la luz intermitente de los vagones, relámpagos con vida propia que dibujaban sombras extrañas en las paredes y en las caras de la gente. La gente, cuyos rostros serenos, oscuros, abatidos, extáticos, se recortaban de la masa, y se volvían a unir. De a ratos eran universos completos, de a ratos perdían la definición, y se amalgamaban con el del vecino, formando un collage de expresiones amorfas.

Allí esperaba, con un brillo en los ojos, como quien entra por primera vez en una feria. Y soñaba, y se estremecía, y a veces también sentía mariposas en el estómago, como el dulce vértigo de montar una montaña rusa.

Así, soñando despierto, se durmió esa noche, con la nuca sobre una hamburguesa de papel brillante. En su sueño, manejaba ese dragón metálico con orgullo en los ojos. Presionaba botones y activaba palancas, y los dientes del dragón metálico hacían que la oscuridad se acercara, y se fuera tiñendo de a poco con la luz que emergía del gran ojo del dragón.

Despertó, y se ahogó en el silencio. Pego un par de brazadas en forma de grito, para luchar contra el vacío que se oía a su alrededor. No había nadie hacia su derecha, ni a su izquierda. No había nadie al otro lado del foso oscuro donde solía bañarse el dragón. No había nadie, y sintió miedo. Corrió a buscar al vendedor de cospeles; de seguro se encontraría allí. Del otro lado de la reja que protegía la ventanilla, la oscuridad le gritó que no había nadie.

Tragó saliva y, embistiendo al silencio, se apresuró hacia las escaleras. El ruido de sus zapatillas rotas sobre el suelo chocaba contra la sórdida calma y hacía eco. Se detuvo al pie de la escalera y volvió la mirada. Tenía la horrible sensación de que, dado el primer paso, no habría vuelta atrás. Vaciló, hurgó dentro suyo hasta encontrar un poco de coraje, y comenzó a ascender.

El laberíntico recorrido de las escaleras fue testigo de varias caídas, pero cada vez se apresuraba a ponerse de pié, sacudir el miedo con la cabeza, y continuar su solitaria travesía. Finalmente dio con la última vuelta del laberinto. Allí arriba, tras la reja, se encontraba el mundo real: la gente, los ruidos, las luces de la noche. Subió despacio, saboreando el fin de la aventura, sabiendo que había sido sólo un momento, una equivocación, un olvido, o tal vez un mal sueño.

Durante el acenso, esperaba que el albor de la realidad se fuese filtrando de a poco a través de la reja, pero la tenue luz que iluminaba sus zapatillas no provenía de la superficie, sino del submundo que solía frecuentar el dragón. Siguió ascendiendo sin mirar hacia arriba, hasta que finalmente la puntera de goma de su calzado chocó contra la oscuridad de hierro. Palpó la reja con sus manos sucias; allí estaba, sólida y completamente cerrada. Con temor, extendió uno de sus brazos a través del vacío. Primero los dedos, luego las manos, finalmente el codo. Sentía estar tocando la nada, y la nada lo acariciaba del otro lado de la reja. Allí donde debía levantarse la Ciudad, se levantaba una etérea y sólida masa color ébano sin textura, ni ruido, ni color.

Sintió la humedad en sus ojos y apretó fuertemente la reja. No iba a darse por vencido. Tiene que haber otra salida, pensó. Y entonces se preguntó inevitablemente si había un lugar al cual salir.

Con el miedo asomando tímidamente desde sus ojos comenzó a caminar sobre sus pasos, alejándose de a poco de la nada para acercarse a la soledad subterránea. Volvió a la hamburguesa de papel, y permaneció allí, contemplando la ridícula suma que se desprendía del sándwich, durante un largo rato. Pronto se hizo presa del hambre y la sugestión, y decidió explorar otras salidas.

Corrió a través de varios laberintos, chocando contra otros fosos, otras figuras de papel brillante, otras rejas cerradas. O tal vez no eran otras. Tal vez eran siempre los mismos fosos, y las mismas rejas. No tenía forma de saberlo. Pero detrás de cada reja se encontraba la misma nada, y él la miraba de reojo, como a un cadáver, sin animarse nunca a posar su mirada en el amenazante vacío.

Finalmente, frustrado por tantos vanos intentos, se sentó a descansar en el borde del foso. Si el dragón viniera, pensó, al menos algo además de mi se estaría moviendo. Se dejó caer sobre las vías. La distancia entre el borde y el fondo del foso era superior a su propia altura, y la caída le hirió la rodilla. Entonces lo embargó el temor. Escuchó la fuerte respiración del dragón acercándose desde la oscuridad, pero estar allí ya no le parecía una buena idea. Con una línea de sudor dibujándose en su frente se echó a correr. Cojeaba, y con cada paso su rodilla gritaba un aullido desgarrante. A sus fosas nasales llegó pronto el humo del dragón, que rugía cada vez más cerca. Corría, cojeaba y volvía a correr, sin mirar el camino, apretando los ojos con fuerza, espiando de a ratos con los ojos entreabiertos.

Cuando la mirada del dragón apareció detrás de una curva, supo que ya no podría correr. Entonces volvió a apretar los ojos, se dio vuelta, y se dijo a sí mismo que iría camino a la nada. Sin mirar, sintió que una vez más lo envolvía el silencio. El rugido del tren ya no se escuchaba. Por un momento sintió que todo -el dragón, el foso, el dolor en su rodilla, y hasta su mismísimo ser- había desaparecido. Y luego comenzó a escuchar el silbido del aire que emergía apresurado desde sus pulmones, y supo que al menos él aún estaba allí. Abrió los ojos muy despacio, y de a poco se encontró con sus zapatillas, con las vías, y con el espacio vacío que debía haber ocupado el dragón, justo después de la curva. Sonrió, y luego recordó la nada y el silencio de los que había intentado huir en un principio, antes de intentar huir del dragón. Su corazón se hundió en un mar de tristeza, y comenzó a emprender, abatido, el camino de regreso. Al llegar una vez más a la hamburguesa, se recostó contra el papel brillante y se quedó dormido.

“Que hacés acá, pibe?”. Despertó, y sus ojos se encontraron con otro par, muy distinto a los propios. Las vetas color cielo en los ojos del guardia se dibujaban en la negrura de los suyos e irradiaban bondad. Confundido y sin emitir palabra, miró a su alrededor. “Tenés a donde ir, nene?”. Asintió, y se puso de pie. Mientras recorría lentamente el laberinto, pensaba en la amable mirada del guardia, y en la mentira. Tras pocos minutos, se topó con la última escalera. Miró hacia arriba. Tras las rejas semiabiertas, la ciudad despertaba.

lunes, 28 de julio de 2008

La siesta perpetuaba el silencio a lo largo de las calles inmoviles. A eso de las tres, un niño regordete abrio la puerta de su casa con un crujido. LLevaba bajo el brazo una reluciente pelota nueva, y aunque sabia que nadie admiraría su adquisicion hasta pasadas las cuatro, cuando el barrio despertaba nuevamente a la vida, su ansiedad hacia la espera insoportable. Mejor salir a recorrer la siesta, balon bajo el brazo, para ser el primero en ver llegar la tarde.
Salió con el paso apurado, pero ante la imponente soledad de la cuadra comenzó a caminar mas lento. Paso por la casa de ese chico, ese cuya expresion al ver el reluciente esferico sería para el niño la mas satisfactoria, el verdadero triunfo. Aunque las persianas estaban evidentemente cerradas, se paseo dos o tres veces por ese frente, ensayando la pose que adoptaría cuando la puerta finalmente se abriera.
(para ser sincera, habia pensado una historia fantastica y olvide como seguia, una boluda total. ya volvera supongo)

viernes, 18 de julio de 2008

Sin Titulo

"Dale que llegamos tarde!" decía el, mientras planchaba compulsivamente con la mano una arruga de la camisa. A través del espejo, ella engrosaba sus pestañas, encendiendo la sutil capa lilacea desparramada previamente sobre sus párpados. "Las llaves del auto", decía el, buscando en sus bolsillos, en el adorno de cristal de la mesa del living, en sus bolsillos otra vez. "Ya buscaste ahí" decía ella, testeando la rigidez de un taco recién devuelto por el zapatero amigo. "Por que será que la gente busca siete veces en un lugar... aun cuando sabe que la cosa no está ahi". "Eureka", decía el, tintineando el sonajero plateado y abriendo la puerta de calle. "Vamos, te pintas en el auto".
La calefacción del auto disfrazaba el invierno con suaves y cálidas oleadas que acariciaban las piernas de ella. El, transpirando, se obsesionaba con encontrar un lugar donde estacionar el auto. La noche, que alguna vez había sonado a risas, botellas rompiéndose eternamente contra el cordon de la vereda e incesantes ruidos juveniles, ahora emitía el silencio de una noche robada, tal vez a otro barrio, a otra esquina, pero no a esa.
El ruido constante y limpio del motor cesó. Ella, sumergida en el mundo de sombras coloridas que se reflejaba en el pequeño espejo del parasol, no reparó en la cabeza de el, moviendose de un lado a otro, los ojos llenos de sorpresa y algo más, algo un poco menos evidente. "Es raro". Ella emitio un sonido con tono de pregunta, pero el no lo necesitaba para responder. "Es raro que haya lugar para estacionar. No puede ser que todos hayan venido a pie".
Ella encerró las sombras coloridas en un bolso dorado que deslizó rápidamente bajo el asiento, para dar una última ojeada a un mechón rebelde de su largo pelo ondulado. El esperaba, como una tumba, con una extraña calma, mientras miraba a través del parabrisas el joven edificio que nacía en la esquina. Ella manoteó una pequeña cartera negra del asiento trasero y abrió la puerta. Su taco derecho tocó la vereda con firmeza, pero la pierna izquierda no respondió. El aún estaba allí sentado, en la misma postura, mirando algo que no estaba frente a él, pero que debía parecerse bastante, o nada, al edificio por venir. "¿Qué pasa?" preguntó impaciente. "Primero me apurás y ahora te quedás ahi. Y encima parezco una actriz de cine porno con el maquillaje mal puesto". El elevó su brazo izquierdo, y la punta del dedo índice tocó a lo lejos un panorama invisible. "Ahí, en ese bar, pasé casi diez años de mi vida". "En que bar?", preguntó ella, deseándo no estar comenzando una conversación. "Había un bar, donde hacen ese edificio. Esta esquina estaba llena de gente, autos con la música al palo. Escuchá".
"Amor, no escucho nada". Ella se desacomodaba el pelo en el intento de emprolijar su peinado.
"Nada".
Un flash se encendió y se apagó en un instante en los ojos de él. Las luces altas de un auto que pasó frente a ellos lo despertaron del recuerdo, y con decisión bajó del auto y cerró la puerta. Ell lo imitó, un tanto aliviada, y con mucha mas gracia. Rodearon la esquina lentamente. Ella preguntó algo sobre una cierta invitada que nunca había sido de su devoción. El la invitó amablemente a no causar problemas de antemano, y pronto se encontraron frente a un cartel naranja, que iluminaba la entrada de un bar casi vacío.
"Que hora es?, preguntó el, al tiempo que destapaba su propio reloj de la manga de su camisa. Ella elevó su mano izquierda y el tintineo de muchas pulseras le indicó que no llevaba reloj. Sacó su celular un instante para confimar que eran las diez y dos minutos. Se miraron, ensayando excusas para la ausencia de la comitiva, o siquiera del cumpleañero. "Preguntemosle al mozo", decidio ella rápidamente. El sacudió negativamente la cabeza y marcó un numero en el celular que sacó de su bolsillo. Un backtone sonó en el altoparalante hasta que, varios segundos despues, fue ahogado por la tecla para cortar.
"No entiendo, ya tendrían que estar todos aca, o al menos él".
"Demos una vuelta", dijo ella sin creer mucho su propia propuesta. El se precupó de que, al regresar, ya no hubiera lugar para estacionar, pero tomó de su bolsillo las llaves del auto.
Las calles vacías contrastaban incómodamente con la melodía alegre que innundaba el auto desde parlantes nuevos. En una esquina, el sintió cosquillas en el bolsillo de su pantalón. "Atende vos, deciles que donde corno están". Ella atendió. De otro lado de la línea, ni siquiera una respiración hacía eco de sus palabras. "Volvamos, tal vez ya hayan llegado", concluyó ella tras cortar la llamda frustrada.
Volvieron. Una, dos, tres veces. Vieron al único mozo servirle un submarino a un señor solitario, vieron a una parejita besarse de tres maneras diferentes, vieron las bolas de la mesa de pool, siempre estáticas, esperando, esperando. A la cuarta pasada, y al decimo intento de encontrar una voz del otro lado del teléfono, el tomó una calle que llevaba a su cochera. Ella bajó el parasol, contempló su rostro, ya casi sin color, y su cabello, nuevamente lacio y prolijo. Suspiró.
Alguien abrió una puerta. Un cumulo de ruido, música y expresiones alegres se expandió por un segundo y luego fue ahogado. El hombre, con una corbata de serpentinas y vapor invernal en su boca, contempló el edificio, que esperaba ansioso su pronto crecimiento. "Que buenas epocas... y mirá lo que sos ahora", le dijo a la fachada silenciosa. Tras una pitada rápida a su cigarrillo, tomo su celular y marcó un numero. De otro lado, no escucho siquiera una respiración. Se quedó contemplando el pasado, en el frío de la noche solitaria. El flash de un auto que pasó lo despertó del ensueño. La puerta se abrió y se cerró rapidamente. "Que pasó?", preguntó una mujer, "Hablaste?". El volvió una mirada vacía hacia el rostro de ella. "Sabés, juraría que acabo de verlos pasar". Entraron, y el cartel naranja y el edificio en contrucción que tenía historia, volvieron a quedarse solos.

lunes, 16 de junio de 2008

Fragmento de 'La Feria de los Mundos'

Varios minutos pasaron en vanos manoteos, y de pronto el silencio comenzó a llenarse de a poco, adoptando el sonido de una corriente de agua vertical que salpicaba levemente al caer. “Es una cascada”, dijo Julia en voz alta, y una pequeña se materializó cerca de sus pies. Tenía menos de tres metros de altura, y el agua –que Julia juró se sentiría como una caricia en la piel- se evaporaba antes de tocar el piso. Acercó la mano, anticipando la sensación esperada, pero el agua cayendo en su palma no produjo ninguna respuesta táctil.

“Es suave”, aseveró Julia sin saber bien a quién se lo decía, “como de esas canillas nuevas que se activan con sensores”. El agua pronto trajo una sensación, y era suave, y le acariciaba deliciosamente la palma de la mano. Julia sonrió. “No puede ser tan fácil”, dijo en voz alta, arrepintiéndose en el acto. La vertiente desapareció, tal como Julia lo anticipara un fragmento de segundo antes, una milésima de segundo después de enunciar sus últimas palabras.

Una vez más eran ella y el silencio en una nada oscura. Julia intentó sentarse, como lo hacía cuando pensaba en el recinto de la Feria de los Mundos, pero aunque sentía una superficie sólida bajo sus pies, al agacharse para tocarla parecía no llegar nunca, y su intento de tomar asiento fracasó inexplicablemente. No tuvo otra opción que caminar, despacio, primero un pie, luego el otro, sin saber si avanzaba o caminaba en círculos, o si estaba siquiera realmente en movimiento.

“Terra”, susurró finalmente a aquella nada, “Amiga...”, aunque con la fuerte sensación de que eso no funcionaría allí. No se equivocaba. El silencio pronto comenzó a aturdirla, y Julia sintió deseos de cantar. Como no se le ocurría nada, en un principio fueron balbuceos semi-rítmicos, y luego el tímido tarareo de una canción que solía cantar en su infancia.

Una melodía comenzó a tomar forma en su cabeza, y la boca de Julia la entonó sin miedo, a los gritos, desafinando, como quien no escucha su propia voz tras los auriculares. La situación le provocó risa, y la risa sonó como una cascada. La vertiente volvió a materializarse, sólo que esta vez emitía risas en lugar de agua, risas transparentes y suaves, al tacto y a la vista. Los ojos de Julia, maravillados, recorrían el curso de las risas, sin asombrarse demasiado por la falta de lógica que emanaba de ese festín de los sentidos. La fe de Julia era cada vez más ciega, y sabía que todo lo que viniera a su camino sería para bien.

Decidió abandonar la cascada y, determinada en encontrar un sendero fuera de la oscuridad, comenzó a caminar hacia adelante, en el intento de trazar con sus pies una línea recta hacia algún lugar. De a ratos la fe la abandonaba, y sentía que aún estaba quieta, pero luego decía en voz alta “Ya llego, ya llego”, y seguía colocando un pie delante del otro, sin saber bien donde se apoyaban, o a donde la conducían.

A very very short story

A media cuadra de su casa, en un callejón medio escondido entre un supermercado de productos de calidad dudosa y una barbería derruida, habia una puerta. Verde, pequeña. No estaba escrita, pero decia cosas. No tenia pegotes de carteles, pero las vetas del acero dibujaban formas ininterpretables. La miraba. Siempre. Siempre se preguntaba a donde conducía. Siempre. Y aunque no la veia, en el trayecto de regreso a casa seguía viendola. Verde, rara, serena. Algo se agitaba detras.
Fue en un mal día. O tal vez en un dia de esos que de tan buenos abruman, dan miedo, quitan el aire. Fue en un día distinto, que de tan rutinario parecia ajeno, desencajado. Había algo en ese día. En el cielo. Detras de la puerta. Los coreanos del super balbuceaban monosilabos, o tal vez frases que de tan largas no se distinguían los limites de las palabras. El barbero fumaba en la puerta. Un viejito llevaba lentamente su barba para ser recortada. Era un día raro. La puerta decía mas cosas que nunca. Creyó, tal vez por el reflejo del sol, entender los signos de las vetas. Por un segundo. Un segundo certero, como nada en su vida. El sol del mediodía le escondía la sombra bajo los zapatos. No habia testigos. Nadie. Nada.
Y la abrió.

Fragmento de Hipocondria

PATIO DE LA ESCUELA – EXT. – DÍA

Lydia y Juanito se observan el uno al otro.

JUANITO

- ¡Lydia! Estas igual que siempre. ¡No sos un palito!

LYDIA

- ¡Vos tampoco! ...Erm... bueno, un palito no... más bien un palo.

Sorprendidos, miran a Hipocondria.

HIPOCONDRIA

- Ah, si. Me olvidé de decirles que el Hemorrageus sólo ataca cuando el paciente se mira al espejo justo después de que el objeto se rompa.

JUANITO

- ¡Uff! Que alivio que no había ningún espejo.

LYDIA

- Pobre Guly. Parecía la gran solución.

HIPOCONDRIA

- Podríamos decirle que se contagió, y el poder de la sugestión lo haría adelgazar igual.

JUANITO

- ¿La sujeción? O sea que si adelgaza, no va a poder sujetar sus pantalones, ¿no?

Fragmento de historia sin título

Allí estaba, la gran ciudad, lista para recibir a tres almas en fuga de las garras de la profesora Cardelli. Dudo que la profesora Cardelli nos haya extrañado esa tarde, y la ciudad se alzaba ante nosotros como una caja de Pandora rogando ser abierta. Imposible no tentarse. Caminábamos casi al unísono, aunque Martín un poco más despacio, como era habitual en el. Martín sólo apresuraba el paso en las cercanías de un negocio de comics. En un momento dejó de caminar, nos ofreció una mirada fugaz, y enfiló ágilmente hacia una galería. Era su paraíso, y un poco también el nuestro. Había muñecos, posters, figuras de colección que parecían salir de nuestra imaginación. Allí pasábamos horas, pegados contra el vidrio, haciendo cuentas de cuanto tiempo nos tomaría juntar las ridículas sumas de dinero que pendían de los pequeños tesoros. En ocasiones, Martín entraba en trance, y su mirada se perdía en las profundidades de la vidriera. Yo lo miraba de reojo, preguntándome cuál, de tantos objetos, había capturado su atención. A veces sospechaba que su mirada simplemente se perdía, mirando todo y nada a la vez, embebiéndose de felicidad y haciéndola a un lado al mismo tiempo.

La segunda parada era en negocio de discos. Allí Martín y yo circulábamos con discreción entre los pasillos, levantando de cuando en cuando algún CD. Nico, naturalmente, disfrutaba a pleno de su paseo por su pequeño templo, rindiendo culto a cualquier cosa que llevara el emblema de su música preferida.

Finalmente llegábamos a las librerías de libros usados. Ese era un paseo que disfrutábamos todos por igual. Cada uno tomaba su rumbo y se zambullía en un estante diferente, y sólo alterábamos la paz individual cuando un ejemplar de conocido interés mutuo se topaba con nuestros dedos. Yo coleccionaba una serie de aventuras que había causado furor en nuestra infancia, y los otros dos llevaban siempre en la billetera un papelito con los números que yo tenía, atentos al descubrimiento de uno nuevo.

Así se pasaba la tarde. Cada parada era un momento único y, cada vez, el juego de la gran ciudad nos llenaba el alma. De a poco, la ciudad se iba cubriendo de luces. Entonces, sabíamos que nuestro paseo había llegado a su fin. Aún quedaba una última aventura: el viaje en subte. Todos amábamos el subte; bajar por las escaleras, mientras el aire se hace más espeso en cada escalón; escuchar el ruido casi fantasmagórico de los trenes acercándose, o perdiéndose en la oscuridad; la luz intermitente de los vagones, las caras de la gente, adquiriendo múltiples matices. En cada parada, la aventura se aproximaba a su fin. Entonces, nadie hablaba. Simplemente guardábamos en nuestra memoria cada momento, mientras disfrutábamos del espectáculo gratuito del tren en movimiento.

Mr Kent’s Fantastic Machine (fragmento)

Susan scraped the bottom of the jar and spread the last bits of mayonnaise on the toast.

-Josh! Hurry up or you’ll be late for school -she called up anxiously.

Josh stomped down the stairs. Barely two minutes later, the toast had been reduced to crumbs and Susan was left alone in the kitchen. He’s so hyperactive, she thought, and as she cleaned up she pondered over who was to blame for that. After deciding for videogames and television, she went out into the front yard to get the paper.

-That seems like a very fine boy –said an elderly man standing in the garden next door.

-Yes, but sometimes I wish he weren’t so… twenty-first centurish, if you know what I mean.

Sixty long seconds went by until it dawned on Susan that she had no idea who she was talking to. She looked at the old man inquiringly.

-I’m Robert Kent. Just moved in –said the man kindly, as he offered Susan a wrinkled hand. She apologised for her carelessness and introduced herself.

-Susan Binns. My son’s name’s Josh. Welcome to the neighbourhood, Mr Kent.

The man was about to turn round, when he stopped, and after a few thoughtful seconds he said:

-You know, I need a hand cleaning the attic. Perhaps the youngster could be of help. He’d earn a few bucks and spend some time away from the television.

Susan was delighted by the idea, unlike Josh, who ran up to his room as soon as he heard the news that evening.

-Come on Josh, darling –said Susan as she sat on the bed next to him-. It’ll be fun!

-Fun? How can it be fun to be stuck with that old rug every afternoon?

Susan stroked her son’s hair with motherly patience.

-Ok, do it once, and if you get awfully bored and feel like shooting yourself after the first time, I promise you won’t have to go ever again.

Josh smiled, kissed his mom on the cheek, and began to get ready for dinner.

Susan was very satisfied when Josh came in the following evening, looking like anything but a ten-year-old who had spent the worst afternoon of his life.

-Did you have fun? –she asked, trying not to sound too anxious.

-Mr Kent is alright, Mom.

Throughout the subsequent week, Susan avoided inquiring about her son’s visits to Mr Kent, so as not to make him feel pressured. But the complaints never came, and she began to wonder how alright Mr Kent really was.

-Tell me dear –she said while he helped her set the table- what is it you and Mr Kent do up in the attic?

-Oh, well, the first three days, we threw out all the junk. There were tons of junk, Mom! And then we started playing with his time machine.

Susan opened the top drawer, counted three forks, three knives and three spoons, and they all hit the floor with an awful clang.

-HIS WHAT?

-His Time Machine –Josh repeated, as naturally as if he was talking about football-. We go places, Mom. We’ve been to the sixties, the eighties, to the time when that mean-looking man… Nikeson… was president. But the time we like visiting best is The War.

-The… war? –asked Susan timidly. And in order to disguise the fact that she was absolutely bewildered, she added:

-And by the way, it’s Nixon, honey.

-Yes –Josh went on, ignoring the correction- At first, Mr Kent said he wasn’t sure we should go there, because he said it was a very groosome war and I was too young and all. But then I told him we had talked about it at school, so he said it was ok.

Josh went upstairs to wash up, and Susan wondered.


martes, 10 de junio de 2008

La feria de los Mundos (introduccion continuada)

1 Todo el mundo ama las ferias

Una feria es un mundo que deambula. Todas las ferias tienen estructuras similares. Grandes tiendas se despliegan a lo largo de algún descampado que, salvo por la ocasional visita de algún circo o un parque de diversiones, no es sino un gran baldío en las afueras de una gran ciudad. Durante la estadía de la feria, el descampado se cubre de luces, músicas extrañas y centenares de objetos sin dueño que esperan por uno, o que simplemente están allí, como parte de ese fantasmagórico escenario.

Julia nunca había estado en una feria, pero había leído infinidad de historias en las que algún niño curioso se perdía en sus encantos para nunca regresar. Tampoco se le había ocurrido visitar una: en la ciudad en donde vivía sólo había edificios, ningún descampado. Los baldíos no pasaban demasiado tiempo sin que algún agente de bienes raíces los descubriera, y en seguida alzara sus manos cual director de cine, para comenzar a proyectar una nueva propiedad horizontal. Después de todo, los edificios eran necesarios. Todo lo que la gente hacía en la gran ciudad requería de alguna oficina, donde alguna bella secretaria se sentara con su minifalda a atender algún teléfono, e indicarle a la gente cuándo podía pasar a hacer quién sabe qué trámite.

El edificio en el que trabajaba Julia era uno enorme e imponente, pero en él no había oficinas sino aulas. Enormes aulas se desplegaban a lo largo de las dos plantas, que ocupaban una manzana entera. Todas las mañanas, las enormes aulas se llenaban de niños, que llenaban centenares de bancos y desplegaban sobre ellos cientos de carpetas, biromes y lápices.

Julia enseñaba lengua y literatura, y como amaba los cuentos, siempre empezaba su clase leyendo un capítulo de alguna de sus historias preferidas. Una mañana en particular, comenzó a leer uno de esos cuentos sobre niños perdidos en ferias. No había llegado a la quinta línea, cuando una pregunta inesperada la hizo detener su lectura. “Señorita, ¿qué es una feria?”. Julia levantó los ojos del libro. La pregunta había sido formulada por Brian II (En el curso de Julia había cinco Brians, tres Azucenas y ocho Dianas). “¿Alguien puede explicarle a Brian qué es una feria?”, preguntó Julia, asumiendo que varias manos se levantarían en el acto. Los niños pestañeaban con ojos ausentes, y ninguna mano se elevó. “¿Nadie sabe lo que es una feria?” Era evidente que nadie sabía. “Una feria”, comenzó Julia, “es un lugar como un circo, pero sin carpa, donde la gente va y...”. Lo cierto es que Julia tampoco sabía como describirlas, siendo que ella nunca había visto una. “La gente va y... hay muchos puestos con cosas para ver... cosas extrañas, gente con habilidades especiales”. “Ah”, dijo una de las Azucenas, creyendo que empezaba a comprender, “hay chicos que realizan operaciones matemáticas complicadas”. “No, no. No esa clase de habilidades. Hagamos una cosa. Cuando escuchen más de la historia van a entender de qué se trata. Sigamos leyendo”.

Así fue como, sin darse cuenta, Julia dedicó el resto de la clase a leer su cuento sobre las ferias. Cuando terminó, estaba tan emocionada que casi había olvidado que estaba en un salón de clase rodeada de niños. Levantó la mirada del libro, ansiosa por descubrir la impresión que el cuento había causado en sus alumnos. Para su enorme sorpresa, la totalidad de los niños se habían quedado dormidos. No lo entiendo, pensó Julia, todo el mundo ama las ferias.