lunes, 16 de junio de 2008

Fragmento de historia sin título

Allí estaba, la gran ciudad, lista para recibir a tres almas en fuga de las garras de la profesora Cardelli. Dudo que la profesora Cardelli nos haya extrañado esa tarde, y la ciudad se alzaba ante nosotros como una caja de Pandora rogando ser abierta. Imposible no tentarse. Caminábamos casi al unísono, aunque Martín un poco más despacio, como era habitual en el. Martín sólo apresuraba el paso en las cercanías de un negocio de comics. En un momento dejó de caminar, nos ofreció una mirada fugaz, y enfiló ágilmente hacia una galería. Era su paraíso, y un poco también el nuestro. Había muñecos, posters, figuras de colección que parecían salir de nuestra imaginación. Allí pasábamos horas, pegados contra el vidrio, haciendo cuentas de cuanto tiempo nos tomaría juntar las ridículas sumas de dinero que pendían de los pequeños tesoros. En ocasiones, Martín entraba en trance, y su mirada se perdía en las profundidades de la vidriera. Yo lo miraba de reojo, preguntándome cuál, de tantos objetos, había capturado su atención. A veces sospechaba que su mirada simplemente se perdía, mirando todo y nada a la vez, embebiéndose de felicidad y haciéndola a un lado al mismo tiempo.

La segunda parada era en negocio de discos. Allí Martín y yo circulábamos con discreción entre los pasillos, levantando de cuando en cuando algún CD. Nico, naturalmente, disfrutaba a pleno de su paseo por su pequeño templo, rindiendo culto a cualquier cosa que llevara el emblema de su música preferida.

Finalmente llegábamos a las librerías de libros usados. Ese era un paseo que disfrutábamos todos por igual. Cada uno tomaba su rumbo y se zambullía en un estante diferente, y sólo alterábamos la paz individual cuando un ejemplar de conocido interés mutuo se topaba con nuestros dedos. Yo coleccionaba una serie de aventuras que había causado furor en nuestra infancia, y los otros dos llevaban siempre en la billetera un papelito con los números que yo tenía, atentos al descubrimiento de uno nuevo.

Así se pasaba la tarde. Cada parada era un momento único y, cada vez, el juego de la gran ciudad nos llenaba el alma. De a poco, la ciudad se iba cubriendo de luces. Entonces, sabíamos que nuestro paseo había llegado a su fin. Aún quedaba una última aventura: el viaje en subte. Todos amábamos el subte; bajar por las escaleras, mientras el aire se hace más espeso en cada escalón; escuchar el ruido casi fantasmagórico de los trenes acercándose, o perdiéndose en la oscuridad; la luz intermitente de los vagones, las caras de la gente, adquiriendo múltiples matices. En cada parada, la aventura se aproximaba a su fin. Entonces, nadie hablaba. Simplemente guardábamos en nuestra memoria cada momento, mientras disfrutábamos del espectáculo gratuito del tren en movimiento.

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