martes, 22 de diciembre de 2009

La Feria de los Mundos, octava entrega

Julia estaba a punto de despedirse, cuando Marcos tomó una gran bocanada de aire y le preguntó, “¿Qué vas a hacer ahora?”. Julia lo miró, y tratando de ocultar el sobresalto respondió “Nada en particular”. “¿Te gustaría ir al cine?”, inquirió Marcos, sintiendo que sus mejillas se teñían de color carmín. Julia dijo que sí con la cabeza, sonriendo.
Les gustó descubrir que sus gustos cinematográficos eran similares, y pasaron dos horas y media viendo una película de fantasía medieval. Luego tomaron un café en un barcito cerca del cine, y comentaron animadamente sus partes preferidas del filme. Mientras esperaban que el mozo le trajera la cuenta, se quedaron mirándose en silencio, y una conversación vecina se filtró sin querer en sus oídos. “Y después pinchamos, y estuvimos media hora esperando a la grúa porque no tenía rueda de auxilio. Decí que mi mujer se entretuvo mirando chucherías en una feria. Los chicos se fueron mirar las atracciones y pude descansar un poco”. Julia y Marcos se miraron, y luego al hombre que había dicho las esas palabras. Julia miró a Marcos, como indicándole que hiciera algo al respecto. El chico tomó valor y se acercó a la mesa vecina. Al cabo de unos minutos de conversar con el señor, volvió a su mesa y le comentó a Julia lo que había averiguado. “La feria está a unos treinta kilómetros de acá. Se está acercando”. Julia se quedó pensando. “¿Te parece que vayamos a investigar?”. “No se”, contestó el. Permanecieron largo rato en silencio, y se retiraron mucho después de que el mozo viniera a cobrarles.
Julia llevó a Marcos a su casa (tampoco hablaron en el auto). Antes de bajarse, Marcos reflexionó: “Si vamos a ir, tenemos que decidirnos rápido, porque la feria se mueve. Te propongo que lo pensemos esta noche. Mañana te llamo apenas me despierte. Si nos decidimos, pedimos un imprevisto en la escuela y salimos a primera hora”. “Me parece bien”, contestó Julia tras pensarlo un momento, y agregó “Gracias por la salida”. Marcos se despidió con una amplia sonrisa.
Ninguno de los dos pudo dormir esa noche. Los pensamientos de Julia alternaban entre la feria, la decisión pendiente, y la salida con Marcos. Había tanto en su cabeza que no había podido disfrutar recordando la agradable cita. Pensó que le habría gustado darle un beso, pero ya habría tiempo para eso.
Cuando sonó el teléfono, Julia ya tenía su bolso armado. Había puesto un abrigo, unos sándwiches y un termo con jugo de naranja. Después de todo, no sabía si iban a encontrar una feria o un enorme descampado. No tuvo que dar demasiadas explicaciones en la escuela: no faltaba desde hacía meses. Marcos, en cambio, tuvo que justificarse ya que había perdido cuatro días ese mes. Lo solucionó diciendo que el médico quería hacerle un chequeo para comprobar que se había recuperado.
A poco más de media hora de haber salido, arribaron al lugar indicado por el señor del bar. Ambos descendieron del auto, y contemplaron con tristeza la extensa desolación del campo. Allí no había ninguna feria. “No puede ser”, dijo Marcos, confundido. “El señor dijo que había estado aquí ayer a la mañana. No pudieron mover todo tan rápido”. Julia lo miró a los ojos. “Si la feria puede hacer lo que sospechamos que hace, no veo por qué no podría moverse a fuerza de algún método sobrenatural”. Se sentaron en un sector donde había crecido el pasto, a desayunar sándwiches y jugo. Después de todo, habían perdido un día de trabajo, y no tenían demasiadas opciones en medio del campo.
Marcos le contó a Julia cosas sobre su infancia, y Julia pasó largo rato hablando de sus alumnos y la generalizada falta de imaginación de los niños modernos. Ambos habían crecido de forma tan diferente a los niños que asistían a la escuela donde trabajaban... infancias llenas de juegos, y secretos, y mundos imaginarios. Julia sentía mucha lástima por sus alumnos, que habían tenido la mala suerte de crecer en una ciudad de acero y piedra.
El sol brillaba sobre sus cabezas cuando Julia y Marcos decidieron emprender el viaje de regreso. Subieron al auto, echando una mirada melancólica al lugar donde habían creído que encontrarían la maravillosa Feria de los Mundos.
No habían avanzado ni dos kilómetros cuando, repentinamente y sin aviso, Julia pisó bruscamente el freno. Marcos, que casi se da la cabeza contra el parabrisas, preguntó alarmado qué sucedía, y Julia no pudo más que señalar con la boca abierta, algún punto en medio del descampado, a un lado de la ruta. Marcos siguió con la mirada la trayectoria que marcaba el dedo de Julia, y él también dejó caer su mandíbula inferior. Ni siquiera un auto, que los eludió tocando desaforadamente su bocina, logró que despertaran del asombro que eso les había provocado. Allí, en medio de la nada, había una pequeña tienda. La parte frontal estaba levantada formando un toldo, y bajo el toldo se encontraba una mesa plegadiza. Sobre la mesa brillaban cosas que los ojos de Marcos y Julia no llegaban a distinguir, y tras ella estaba sentado un señor con un turbante. Cuando pasó el segundo auto, el de Julia se tambaleó por un momento, y entonces no tuvieron mas remedio que salir del trance y moverse del camino. Julia estacionó a un lado de la ruta, y ambos caminaron lentamente hacia el solitario puesto.
Cuando estaban a cierta distancia, Marcos tomó la mano de Julia y le susurró a un oído “¿Te parece que avancemos más? Ese tipo tiene cara de psicópata”. “Precisamente,” replicó Julia en voz baja, “Debe ser de la feria. ¿Te das cuenta? ¡La encontramos!”. Finalmente estaban cara a cara con el hombre del turbante, que los miraba fijamente con rostro inexpresivo. “Buenos días”, se le ocurrió decir a Julia. El hombre no respondió. “¿Que es lo que vende?” intentó Marcos. El hombre se remitió a señalar con la mano abierta los objetos sobre la mesa. Ninguno de los dos entendía bien qué eran exactamente. En su mayoría, había cosas de vidrio o de metal, objetos brillantes -tal vez adornos- de formas raras, con pequeñas partes que giraban o se movían con el viento. Algunos emitían sonidos agradables y suaves como los de los llamadores de las puertas.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La Feria 7

Durante los cuatro días en los que Marcos no se presentó a trabajar, Julia no hizo otra cosa que pensar en lo que le había dicho Brian IV. ¿Y si la madre de Brian descubrió la feria, y se embarcó a descubrir otros mundos posibles? La historia le sonaba descabellada, pero le había dado tantas vueltas en su cabeza que ya nada parecía extraño.
Lo único que interrumpió las meditaciones de Julia fue una invitación de Tatiana a cenar. Había invitado a un grupo de amigos a su casa, y deseaba contar con la presencia de su amiga. Julia aceptó contra su voluntad, tras la insistencia de Tatiana. Esa noche se puso un vestido sencillo y se presentó en casa de su amiga poco después de las nueve. La cena le resultó tediosa (la mayoría de los invitados eran jóvenes emprendedores y secretarias con minifalda), y Julia maldijo el momento en que se dejó convencer de asistir.
Durante el café, uno de los jóvenes comenzó un monólogo de media hora, en el que hablaba sobre sus aspiraciones en la vida. “...y cuando finalmente logre el ascenso, nada se interpondrá en mi camino”. Julia, cansada de bostezar, decidió interrumpirlo. “¿No te parece un poco aburrido saber como va a ser tu vida desde ahora hasta que te mueras?” El joven reparó en Julia, y con soberbia, contestó “No, porque mi vida no podría ser mejor que esto. Creo que he tenido la suerte de venir a parar a mi mejor vida posible. Soy joven, apuesto, talentoso...”. Julia no escuchó el resto de la respuesta. Su cabeza volvió a la feria, al Sr. Petropulos, a la madre de Brian. Casi estaba segura de que su teoría era cierta. Lo sentía en lo profundo de su ser. No podía aguantar sus deseos de ver a Marcos, y expresar lo que pensaba al respecto.


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Cuando Julia volvió a bajar al sótano y encontró a Marcos nuevamente en su puesto, no pudo contener su alegría y lo abrazó con fuerza. El joven sonrió, mostrando que el también estaba contento de verla, pero su rostro se volvió completamente rojo. Julia se sentó, y durante veinte minutos explicó detenidamente todo lo que había elaborado en su cabeza. Cuando finalizó, Marcos estaba pensativo. Guardaron silencio durante unos minutos, hasta que finalmente él habló. “Bueno, lo cierto es que, pensándolo fríamente, todo lo que decís es una completa estupidez” Julia frunció el ceño. “Sin embargo,” prosiguió Marcos, “habiendo visto el folleto, y leído el cuaderno de Petropulos, no puedo no creer que... tal vez... en una de esas... sí existe una Feria de los Mundos, y probablemente allí pasen cosas que nuestras mentes no están preparadas para procesar”. Julia suspiró aliviada. Si se estaba volviendo loca, al menos alguien la acompañaría al psiquiátrico. “Ahora bien”, continuó elaborando el joven, “si la feria existe, es probable que no esté siempre en el mismo lugar. Las ferias son nómades por naturaleza. Y eso que dice Petropulos, la feria siempre está en el lugar menos esperado...”. “Aparece”, interrumpió Julia, “la feria siempre aparece, dice el bibliotecario, como si apareciera de la nada. Y Brian lo dijo, cuando volvieron a pasar, ya no estaba. Eso mismo me pasó con el folleto. Ese negocio donde lo encontré, juraría que no estaba ahí antes. Y el mismo folleto... era el único que había en el exhibidor. Tal vez no hay que buscar la feria, sino esperar que la feria lo busque a uno...”. Se despidieron con ese pensamiento.
En los días sucesivos, Julia emprendió sus tareas rutinarias pensando en qué pasaría si pudiera elegir otra realidad. Cada vez que los niños gritaban, o se rehusaban a prestar atención, Julia imaginaba en su mente que los niños desaparecían, que estaba en otro lugar, o tal vez en otra clase, con otros alumnos que sentían deseos de usar su imaginación, de crear, de ser niños.
Dejó de reunirse con las demás maestras a tomar el té. Últimamente su mente vagaba demasiado, y las maestras empezaban a cuchichear a sus espaldas. Volvió a dejarse el pelo suelto, a usar prendas de colores brillantes. Día a día, la sola idea de la Feria de los Mundos le devolvía a Julia, al menos en su imaginación, las ganas de vivir.
A Marcos también se lo veía más animado. Cuando pasaba a saludarlo en sus ratos libres, siempre estaba tarareando una canción, o silbando. Ya poco se parecía al joven callado y tranquilo que había conocido. Una tarde, hasta se animó a invitarla a salir.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La Feria VI

Mi búsqueda del mejor mundo posible está plagada de complicaciones. La feria de los mundos es un lugar muy peligroso. Hay tentaciones a cada paso, y todos se confabulan para que uno no encuentre su mejor mundo posible. En uno de los mundos me enamoré de una muchacha, pero en el otro ella no me conocía. Era camarera en un bar, y me ignoraba por completo.

Julia miró sin entender, e hizo un gesto a Marcos de que pasara la página, pero una voz gruesa y resonante los interrumpió. “Tengo órdenes de cerrar la puerta de entrada. ¿Piensan quedarse acá mucho tiempo más?”. Era un portero de la escuela, con cara de pocos amigos. Julia y Marcos tomaron sus cosas (Julia guardó el cuaderno en su cartera), y se retiraron.
Mientras caminaban hasta el auto de Julia, Marcos arrastrando su bicicleta, se preguntaban de qué estaría hablando el bibliotecario en su diario. “El mejor de los mundos posibles”, repitió Julia, “habla como si hubiera estado en distintos lugares, como si hubiese visitado otras dimensiones”. “El resto del diario es muy similar. Cuenta lo que hizo en distintos ‘mundos’: la gente que conoció, los trabajos que tenía. Llevatelo a casa y leelo. Después me contás que te parece”. Julia estuvo a punto de darle a Marcos un beso en la mejilla, pero el muchacho levantó una mano a manera de “chau” y se alejó en su bicicleta.

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Julia pasó varias horas de la noche leyendo las anotaciones del Sr. Petropulos, el antiguo bibliotecario. Tal como lo había anticipado Marcos, las anotaciones no tenían relación entre sí; cada una comentaba algo sobre un lugar, sobre personas que el Sr. Petropulos había conocido en ese lugar, cosas que había hecho. En ningún lugar explicaba cómo había llegado allí, o qué relación tenía eso con la Feria de los Mundos. El único dato que figuraba en relación a la feria era una frase respecto a su ubicación: la feria siempre aparece en el lugar menos esperado.
Naturalmente, a la mañana siguiente Julia se quedó dormida. Llegó a la escuela cuando los niños ya habían terminado de izar la bandera, y gracias a una carrera contra el tiempo logró alcanzar la puerta del salón antes de que los niños subieran.
Al comenzar la clase, una de las Dianas (Julia ya no recordaba que número tenía) levantó la mano. “Señorita, ¿corrigió nuestras composiciones?”. Julia, que estaba escribiendo la fecha en el pizarrón, se petrificó. Con todo el ajetreo de la Feria, había olvidado corregir la tarea. En seguida se le ocurrió una idea. “No, he decidido que vamos a leer las composiciones en voz alta, y toda la clase podrá dar su opinión sobre las historias. Pondremos una nota entre todos”. Obviamente, los niños pensaron que esa era una pésima idea, pero Julia era la maestra y no les quedó otra opción. Uno a uno, los niños desfilaron por el frente del salón con sus composiciones. Cada una era más horrorosa, poco imaginativa y estructurada que la anterior. Julia estaba a punto de quedarse dormida, cuando algo que escuchó la despabiló en el acto. Era Brian IV. Leía una narración sobre sus últimas vacaciones con su familia. Julia le pidió que repitiera el último párrafo. “Paramos a desayunar en un parador de la ruta. Mi mamá compró un recuerdo en un puesto raro que a mi hermanita le dio miedo. Era una vasija que decía Feria de los Mundos. Después se rompió y menos mal porque era muy fea”.
Al terminar la clase, Julia llamó aparte a Brian IV. “Brian, esa feria, ese puesto donde tu mamá compró esa vasija, ¿dónde estaba?”. El chico elevó la mirada, haciendo memoria. “Hm, me parece que estaba cerca de un pueblito, pero cuando volvimos a pasar a la vuelta ya no estaba más”. Julia dudó (temía que si el niño le preguntaba a su madre por la feria, volvería a tener la horda de padres bloqueando el salón), pero finalmente se animó. “Decime, Brian, ¿tu mamá no se acordará dónde quedaba ese lugar? Es importante”. Nunca se habría preparado para la respuesta. “Señorita, mi mamá nos abandonó después de ese viaje. No se dónde está”. Julia no sabía cómo reaccionar. Le puso a Brian IV una mano en el hombro. “No sabía, perdoname por preguntar”.
Cuando bajó a la biblioteca, Julia se sorprendió al no encontrar a Marcos. En su lugar estaba una señora con anteojos y cara de bibliotecaria. Preguntó por Marcos, y la señora le dijo poco amablemente que el joven estaba enfermo. Julia se apresuró a hablar con la secretaria, que le informó que Marcos había llamado para avisar que faltaría por un resfriado. Casi sin pensarlo, Julia le pidió a la secretaria la dirección de Marcos. La señora elevó una ceja, observó a Julia de arriba abajo y preguntó “¿Y para que quiere usted su dirección?”. “Soy su amiga, quisiera visitarlo y ver como anda”, se apresuró a contestar Julia. Pero a la señora le pareció extraño que, siendo amiga de Marcos, Julia no supiera dónde vivía, y se negó a darle la información que pedía.

viernes, 20 de noviembre de 2009

La Feria VI

Mientras el anciano colocaba ordenadamente el dinero en la caja registradora, Julia posó su atención en un exhibidor a un lado de la caja. La mayoría de los objetos expuestos eran postales con viejas fotos de la ciudad. Pero lo que verdaderamente llamó la atención de Julia fue un folleto de color verde envuelto en plástico. En su portada había sólo una línea de texto, que parecía estar escrita a máquina: La Feria de los Mundos. Julia no podía creerlo. Lo tomó apresuradamente y, sin siquiera abrirlo, lo puso en el mostrador. “Llevo esto también”. El viejito se acomodó los lentes, miró el folleto, y luego posó una mirada seria y profunda sobre Julia. Le entregó la birome y el vuelto. “El folleto es gratis. Dudo que tenga algún valor hoy en día”. Julia agradeció al anciano, aunque no pudo evitar sentir que había algo extraño en ese lugar, y se apresuró hacia la escuela.
Durante toda la mañana Julia buscó un momento libre para investigar el folleto, que le quemaba en el fondo del bolso, pero le fue imposible. Los alumnos no le dieron respiro, y durante el recreo se vio obligada a tomar el té con el resto de las maestras, que le hacían señas desde el fondo de la cantina. Cuando finalmente terminó la clase, pensó que sería buena idea ir a comentarle a Marcos su hallazgo. Después de todo, tal vez a él se le habría ocurrido buscar el folleto en la biblioteca.
Esta vez, el lugar se veía bastante más ordenado, aunque seguía habiendo capas de polvo por todas partes. Marcos la vio llegar, pero no sonrió. Hizo un gesto con la cabeza y continuó limpiando la portada de una enciclopedia con un paño. En un principio, Julia no entendió la actitud de Marcos. Ya casi había olvidado que en su intento de cambiar de vida lo había ignorado cruelmente frente a todo el mundo. Trató de suavizar las cosas. “Hola. ¿Cómo anda todo? Se nota que estuviste trabajando mucho en esto, se ve mucho mejor”. Marcos dijo un “gracias” sin emoción, y continuó en su tarea. Julia se acercó a él, y como quien no quiere la cosa sacó el folleto de su bolso. “Mirá, lo encontré en una librería”. Marcos levantó la mirada con desgano. Al ver el folleto, dejó la enciclopedia y el trapo en el acto, y se lo arrebató a Julia de las manos.
Se sentó en la mesita e hizo un gesto a Julia de que se sentara a su lado. Luego cortó el plástico protector, abrió el folleto con cuidado y leyó en voz alta: La Feria de los Mundos, el lugar donde existen todos los mundos posibles. Miró a Julia, emocionado. “Es increíble que hayas encontrado esto. Es muy viejo. Cuando me preguntaste por él la otra vez pensé que nunca iba a aparecer. Pero después me puse a investigar. En el cuaderno del bibliotecario de esa época había datos sobre esa feria. Iba a contarte pero...”. Julia se ruborizó, avergonzada. Trató de distraer a Marcos de su desplante. “¿Qué decía el cuaderno sobre la feria?”. “Ya no importa, tenemos el folleto”. Marcos quiso pasar la página, en busca de alguna ilustración que mostrara la feria y sus atracciones. Para su sorpresa, la hoja se desintegró en cientos de pedazos. El folleto era tan viejo que comenzó a descomponerse al tacto, hasta que sólo había una montaña de trozos de papel amarronado. Julia y Marcos observaron la autodestrucción del objeto sin poder hacer nada. Marcos no pudo evitar sentirse responsable, y la miro apenado. “No te preocupes”, trató de consolarlo Julia, “me habría pasado a mi también. No es la primera vez que veo un libro desintegrarse así. Las hojas de pudren con el tiempo”.
Entonces, el rostro de Marcos se iluminó. “¡El cuaderno! Ahora si importa el contenido”. Abrió un cajón de su escritorio y sacó un cuaderno de tapa verde. Lo llevó hasta la mesa y comenzó a leer en voz alta.

viernes, 6 de noviembre de 2009

que vamos? V creo

Ya casi ni pensaba en Marcos, y no había vuelto a pensar en su hallazgo el día de la visita a la biblioteca. Sentía que si las cosas seguían como hasta ahora, ella iba a cambiar para convertirse en una de esas chicas como su amiga Tatiana, a quienes nada les interesaban los libros, las historias y la fantasía. Tal vez eso era lo que correspondía hacer: buscar a un joven emprendedor con quien pudiera formar una familia.
Casi había empezado a convencerse de que cambiaría su actitud. Comenzó a vestirse diferente, más formal; se peinaba el cabello en un rodete y empezó a investigar planes de pago para cambiar su autito por uno más lujoso. Las demás maestras comenzaron a tenerla en cuenta, y la dejaban participar de sus conversaciones. En una ocasión, Julia estaba tomando un café en la cantina de la escuela con varias de sus colegas cuando pasó Marcos, con una pila de libros polvorientos. Le sonrió, pero Julia, que no quería causar una mala impresión, ignoró el saludo y simuló no conocerlo. Esa noche le costó dormirse, pensando en Marcos, y preguntándose si ese cambio en su vida la hacía sentirse verdaderamente bien.
A la mañana siguiente, Julia se despertó con el recuerdo de un sueño. Había soñado que entraba en la Feria de los Mundos, pero no puedo recordar qué había allí. La sensación era rara, como la que le provocaban a los personajes de los cuentos las fantasmagóricas ferias llenas de seres extraños y criaturas deformes. Julia trató de no pensar más en eso, y se vistió para ir a trabajar. Mientras manejaba, recordó que debía comprar un nuevo cuaderno. El que usaba para anotar comentarios sobre el trabajo de sus alumnos ya estaba lleno, a causa de las tantas visitas a la dirección que había tenido que registrar últimamente.
La librería donde siempre compraba sus útiles aún estaba cerrada. Julia trató de recordar algún otro local que estuviera de paso, pero estaba convencida de que esa era la única librería que había camino a la escuela. Paró en un semáforo en rojo, y entonces lo vio. Era un pequeño local de aspecto anticuado, y en la vitrina de su casi despojada vidriera se leían las palabras “artículos escolares” parcialmente despintadas. Julia estacionó cerca del negocio.
Al abrir la puerta sonó una campana, y en el acto apareció un anciano señor que le preguntó amablemente a Julia qué necesitaba. “No recuerdo haber visto este local”, pensó Julia en voz alta. “Hace muchos años que estamos acá”, dijo el anciano, “sólo que la gente sólo tiene ojos para lo moderno, los edificios lujosos y las tiendas tamaño dinosaurio. Es normal que un local como el nuestro pase desapercibido”. Julia asintió, y comenzó a buscar un cuaderno apropiado. La mayoría de la mercadería que vendía el anciano estaba amarillenta o sucia de polvo, pero a Julia le dio pena irse sin comprar nada. Decidió que se llevaría una birome, y esperaría hasta la tarde por el cuaderno.

viernes, 30 de octubre de 2009

La Feria de los Mundos IV

En la página cuarenta y ocho, el bibliotecario había dibujado la tapa de una revista “La Feria de los Mundos”. No había ninguna ilustración en la tapa, y las palabras ocupaban sólo una pequeña porción. En la página cuarenta y nueve, Julia leyó lo siguiente:

La Feria de los Mundos
Folleto ilustrado con información sobre la ubicación actual de la feria y sus atracciones.
Nota: No confundir con “La Feria de las Naciones”. La feria de los mundos es sólo para un público selecto.

Julia se preguntó si la feria de la que hablaba el folleto habría existido realmente, si habría venido a su ciudad en tiempos en los que aún no existían los edificios. Si el libro de registros tenía cuarenta años de antigüedad, era probable que la feria hubiese visitado la ciudad en esa época. Buscó a Marcos con la intención de preguntarle al respecto, y por un momento se quedó mirándolo en silencio. Finalmente él advirtió su presencia y, sonriéndole, le preguntó qué necesitaba. “¿Sabés algo sobre esto? ¿Podrá ser que el folleto original esté por aquí en algún lado?”. Marcos miró la página cuarenta y ocho, y luego leyó la cuarenta y nueve. Mientras lo hacía, Julia se arrepintió de preguntarle, y pensó que al él le parecería extraño que ella se interesara por semejante cosa, y pensaría que era una loca sin remedio. Sin embargo, Marcos levantó la mirada y sonrió. “No, lo siento. No creo que ese folleto siga acá. De todas formas, si llego a encontrarlo te aviso en seguida”,

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Julia no volvió a la biblioteca por un tiempo, pero sí volvió a tener clases con sus alumnos. Todo cambió para peor: los niños se tornaban agresivos y todos los días tenía que mandar a alguno a dirección por insultar a un compañero o decir palabras inadecuadas. A Julia se le hacía cada vez más difícil aguantar las horas de clase. Todas las mañanas se peleaba con los conductores de los lujosos autos, que parecían transatlánticos al lado del suyo. Todas las mañanas subía la escalera, y a medida que se acercaba al segundo piso su angustia iba intensificándose.

viernes, 23 de octubre de 2009

La Feria de los Mundos III

Había un chico, un tanto menor que ella, que le daba a Julia la impresión de cubrir sus expectativas. Eran un muchacho callado y tranquilo, de hermosos y apacibles ojos color verde hierba, y trabajaba en la biblioteca de la escuela. Julia solía frecuentar la biblioteca, en busca de alguna nueva historia para sus alumnos, pero desde que abandonara su costumbre de leerles a los niños, no había tenido excusas para visitar a su joven bibliotecario.
Un jueves, al llegar a la escuela, le informaron que los niños habían ido a un torneo intercolegial de voley, y Julia pensó que sería buena idea pasar el tiempo libre en el sótano, donde funcionaba la biblioteca. Bajó las oscuras escaleras con un poco de ansiedad, preguntándose si su cabello se veía bien, o si había recordado pintarse los labios. No tardó en encontrarlo, sumergido bajo una pila de revistas sobre educación. “Hola”, le dijo, y el joven pego un salto, desparramando las revistas por todos lados. “Hola. Me sobresaltaste. Estaba haciendo el inventario.” Julia sonrió. “Perdón. ¿Querés que te ayude? Tengo la mañana libre pero tengo que cumplir horario”. Julia rogó que le dijera que sí, así podrían pasar juntos varias horas y conocerse mejor. “No, gracias, es un lío, hay polvo por todas partes. Pero por ahí yo puedo ayudarte a vos. ¿Qué buscabas?”. Julia no había pensado en eso de antemano. Improvisó. “Algún libro sobre ferias, aunque dudo que haya alguno acá”. El chico levantó las revistas desparramadas y luego subió una escalera de esas que se apoyan sobre los estantes. Se deslizó unos centímetros y tomó un grueso volumen de color verde. “¿No me digas que ese libraco habla sobre las ferias?”. “No, pero es un registro de todo el material que había acá hasta hace cuarenta años. Ahí podes buscar algo que te interese”. Julia tomó el libro con esfuerzo, ya que era algo pesado. “¿Hace cuarenta años que no hacen el inventario?”. “No, es que los registros posteriores se estropearon por alguna razón, y ese es el único que queda, hasta que yo termine mi trabajo. Te advierto que muchas de las cosas que figuran allí pueden ya no estar, y puede que haya libros en la biblioteca que no figuren ahí.”
Julia agradeció al joven y se sentó en una mesita con el libro de registro. Era tan gordo porque el viejo bibliotecario había dibujado las tapas de los libros, y escrito a continuación una breve reseña de cada ejemplar que conformaba la biblioteca. También se había tomado el trabajo de crear un índice de títulos, y uno con palabras clave que dirigían al lector a los distintos libros sobre cada tema. Julia buscó en ese índice la palabra “feria”. Para su sorpresa, la encontró, junto con un número de página.
Tal vez por la emoción de encontrar lo que buscaba, cuando levantó la mirada y vio al joven ordenando las revistas, le preguntó su nombre. “Marcos”, dijo Marcos, que ahora tenía nombre. Julia no pudo decir más que “Ah”, y se avocó a buscar la página indicada.

martes, 20 de octubre de 2009

La feria de los mundos II

Así fue como, sin darse cuenta, Julia dedicó el resto de la clase a leer su cuento sobre las ferias. Cuando terminó, estaba tan emocionada que casi había olvidado que estaba en un salón de clase rodeada de niños. Levantó la mirada del libro, ansiosa por descubrir la impresión que el cuento había causado en sus alumnos. Para su enorme sorpresa, la totalidad de los niños se habían quedado dormidos. No lo entiendo, pensó Julia, todo el mundo ama las ferias.
Al día siguiente, Julia llegó a la enorme escuela resignada a posponer por unos días la lectura de cuentos, debido al fracaso que había resultado el último. Subió las escaleras, y al llegar a la puerta del salón la esperaba una horda de padres enfurecidos que la rodearon en el acto. “¡Estamos indignados!”, exclamó un señor con un grueso bigote. “¡Es una barbaridad!”, gritó una señora gorda con un vestido floreado y un horrible sombrero. Tras varios segundos de protesta, Julia logró que hicieran silencio. “¿Alguno de ustedes podría explicarme qué sucede?”. Un señor flaco y alto, de cabello color zanahoria, se hizo paso ante el grupo de padres y explicó: “Ayer, usted hizo que todos nuestros niños se durmieran. No mandamos a nuestros hijos a la escuela para que duerman; eso lo hacen por la noche. Los traemos para que llenen sus cabezas de datos y procedimientos útiles”. Julia trató de defenderse. “Lo único que hice fue leerles un cuento. Siempre empezamos la clase de la misma manera”. La señora del vestido floreado puso cara de indignación, y el señor del cabello naranja manifestó lo que todos pensaban. “A partir de ahora, señorita Rowan, remítase a hacer aquello por lo que le pagan. Y no vuelva a intentar distraer a nuestros hijos con fantasías inútiles”. Todos los padres se retiraron, y Julia ingresó al salón, donde los niños ya estaban sentados, algunos desplegando sonrisas de triunfo.
Durante varias semanas, Julia dio clases aburridísimas, leyó cuentos con moralejas que enaltecían los valores morales y, al parecer, mantuvo contentos a todos los padres: ninguno volvió a visitarla desde aquel día. Los niños escuchaban los cuentos, analizaban oraciones, clasificaban adjetivos. Y Julia se aburría. Así fue como el viaje diario al enorme edificio se volvió rutina, y cada mañana Julia se levantaba con menos ganas de ir a trabajar.
“Los chicos no se emocionan con nada”, le decía a su amiga Tatiana mientras almorzaban un sábado. “No se cómo no se mueren de aburrimiento. No les gustan los cuentos, hasta dudo que les interesen los dibujos animados. Si les pido que imaginen algo me miran como si hubiese dicho una mala palabra”. Pero Tatiana, que era una de esas secretarias con minifalda que dirigen a la gente de una oficina a otra, también creía, en el fondo, que imaginar era una mala palabra. Y aunque jamás fuera a decírselo, consideraba que Julia era un poco infantil y que debía dedicarse a cosas menos fantasiosas y más a punto con la realidad.
Desde hacía un tiempo, Tatiana había intentado que Julia se enamorara de alguno de sus amigos: jóvenes emprendedores y apuestos que llevaban a cabo eficientemente sus tareas de oficina. De vez en cuando, hasta lograba convencerla de que saliera a tomar un café con alguno después del trabajo. Pero a Julia, los jóvenes emprendedores la aburrían terriblemente. No hablaban más que de sus logros empresariales, de sus aspiraciones laborales o de sus posesiones materiales. Julia quería conocer a un joven no tan emprendedor, no tan apuesto, que agregara a su vida un poco de lo que los niños comenzaban a quitarle cada mañana.

lunes, 5 de octubre de 2009

LA FERIA DE LOS MUNDOS 01

I. Todo el mundo ama las ferias
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Una feria es un mundo que deambula. Su llegada a un nuevo destino difícilmente pase desapercibida. Grandes tiendas se despliegan a lo largo de algún descampado que, salvo por la ocasional visita de algún circo o un parque de diversiones, no es sino un gran baldío en las afueras de una gran ciudad. Durante la estadía de la feria, el descampado se cubre de luces, músicas extrañas y centenares de objetos sin dueño que esperan por uno, o que simplemente están allí, como parte de ese fantasmagórico escenario.
Julia nunca había estado en una feria, pero había leído infinidad de historias en las que algún niño curioso se perdía en sus encantos para nunca regresar. Tampoco se le había ocurrido visitar una: en la ciudad en donde vivía sólo había edificios, ningún descampado. Los baldíos no pasaban demasiado tiempo sin que algún agente de bienes raíces los descubriera, y en seguida alzara sus manos cual director de cine, para comenzar a proyectar una nueva propiedad horizontal. Después de todo, los edificios eran necesarios. Todo lo que la gente hacía en la gran ciudad requería de alguna oficina, donde alguna bella secretaria se sentara con su minifalda a atender algún teléfono, e indicarle a la gente cuándo podía pasar a hacer quién sabe qué trámite.
El edificio en el que trabajaba Julia era uno enorme e imponente, pero en él no había oficinas sino aulas. Decenas de ellas se desplegaban a lo largo de las dos plantas, que ocupaban una manzana entera. Todas las mañanas, las enormes aulas se llenaban de niños, que ocupaban centenares de bancos y desplegaban sobre ellos cientos de carpetas, biromes y lápices.
Julia enseñaba lengua y literatura en el cuarto grado, y como amaba los cuentos, siempre empezaba su clase leyendo un capítulo de alguna de sus historias preferidas. Una mañana en particular, comenzó a leer uno de esos cuentos sobre niños perdidos en ferias. No había llegado a la quinta línea, cuando una pregunta inesperada la hizo detener su lectura. “Señorita, ¿qué es una feria?”. Julia levantó los ojos del libro. La pregunta había sido formulada por Brian II (En el curso de Julia había cinco Brians, tres Azucenas y ocho Dianas). “¿Alguien puede explicarle a Brian qué es una feria?”, preguntó Julia, asumiendo que varias manos se levantarían en el acto. Los niños pestañeaban con ojos ausentes, y ninguna mano se elevó. “¿Nadie sabe lo que es una feria?” Era evidente que nadie sabía. “Una feria”, comenzó Julia, “es un lugar como un circo, pero sin carpa, donde la gente va y...”. Lo cierto es que Julia tampoco sabía como describirlas, siendo que ella nunca había visto una. “La gente va y... hay muchos puestos con cosas para ver... cosas extrañas, gente con habilidades especiales”. “Ah”, dijo una de las Azucenas, creyendo que empezaba a comprender, “hay chicos que realizan operaciones matemáticas complicadas”. “No, no. No esa clase de habilidades. Hagamos una cosa. Cuando escuchen más de la historia van a entender de qué se trata. Sigamos leyendo”.

miércoles, 29 de julio de 2009

Cita del Diario

NOta: Hoy leyendo en Rosario3 una nota sobre un accidente, me encontre con estas líneas que claramente muestran que el señor periodista se halla atrapado en una profesión que, si bien se acerca, no es la de sus sueños.
"Un accidente de tránsito irrumpe sin aviso. Rasga el pequeño universo cotidiano, quiebra cualquier lógica de entendimiento y provoca un desvío en el curso que parecía tener asignada la existencia. Las ideas de futuro, los sueños, el plan para seguir viviendo y los proyectos quedan suspendidos en un limbo que es el antes y el después del accidente. "

Aunque no es mio me parecio interesante postearlo. Es un lindo párrafo, salvo por el triste detalle de que no es ficción.

domingo, 19 de julio de 2009

Maña y Fuerza

Eusebio sale de su casa, y compra cigarrillos en el quiosco de la esquina. Mientras espera en la parada del colectivo, decide encender uno. Da una pitada e instantáneamente hace una mueca de dolor, mientras se lleva la mano a la parte inferior derecha de la quijada.
Mientras viaja en colectivo, cómodamente sentado y mirando por la ventanilla, nota por primera vez que un enorme porcentaje de los afiches y carteles publicitarios que decoran las calles incitan al transeúnte a comprar pastas dentífricas.
En el camino advierte que no ha desayunado, y su estómago se contorsiona y emite sonidos para asegurarse de que Eusebio no lo olvide. Toma un caramelo de menta del bolsillo de su saco. Segundos después, vuelve a tomarse la quijada con la mano, al tiempo que su rostro se transfigura por el dolor.
Eusebio desciende. A un lado de la parada del colectivo, un ciego vende cepillos de dientes. Eusebio maldice con toda su expresión y continúa su camino. Siete cuadras más tarde, finalmente arriba a su destino. Varias personas hacen cola al pie del ascensor. Su quijada le ruega que no ocupe el último lugar en la cola, y Eusebio decide tomar las escaleras. Doce pisos después, y bañado en sudor, Eusebio hace el intento de entrar al consultorio. La puerta no cede, y al retroceder, puede repara en un cartel que esta pegado en el vidrio con cinta adhesiva. “Cerrado por duelo”. Eusebio maldice, inventando maldiciones inéditas e irreproducibles, mientras camina hacia las malditas escaleras, esperando que el descenso sea menos cansador.
Mientras desciende, nota que una pareja se acerca escaleras arriba. La mujer es hermosa, y el aparente novio ostenta un par de brazos que claramente ha procurado tras varios años de gimnasio. Con algo de temor, pero muy determinado, Eusebio toma a la chica de la cintura y la besa apasionadamente. El joven musculoso, evidentemente sorprendido y nada conforme con la situación, le propicia a Eusebio una tremendísima golpiza en el medio del rostro. La chica emite un suave gritito, y mira a Eusebio algo apenada. Pero éste se sacude, besa al novio en ambas mejillas, y ante la perplejísima mirada de la joven pareja se retira canturreando, con la muela en la mano.

jueves, 2 de julio de 2009

Correspondencia

Tres. La profesora redondeo con birome roja el número que acababa de escribir en la prueba de Pablo. Tomó tres hojas de papel de su carpeta. En la primera redactó lo siguiente, con letra redonda y estilizada:

“Sres. Padres:
Por la presente les informo que la calificación obtenida por su hijo en la evaluación correspondiente al primer trimestre del presente ciclo no ha sido satisfactoria. Les sugiero mayor acompañamiento para su hijo, que indudablemente presenta muchísimo potencial. Con esfuerzo y trabajo, y con el invaluable apoyo de su familia, podrá progresar y concluir el ciclo de manera exitosa.
Atte.
La Profesora”

En la segunda hoja, escribió la siguiente nota con birome negra y suma prolijidad:

Informe Socio-Educativo para el alumno Pérez Pablo

El alumno no ha alcanzado satisfactoriamente las expectativas de logro planteadas para el primer trimestre. Su actitud frente a la asignatura es positiva. Muestra predisposición para el trabajo áulico y presenta tareas y trabajos prácticos en tiempo y forma. Sin embargo, su producción académica no llega a alcanzar los estándares requeridos.

Tomó la tercera hoja, en la que garabateó las siguientes palabras:

“Pablito:
Has mejorado mucho, pero aún debes esforzarte más si quieres tener mejores notas. No charles tanto con Pedrito, deja de mandarte notitas a escondidas con Laurita, y verás como tus calificaciones mejorarán.
La profe”

Al día siguiente, la profesora recibió tres notas de manos del preceptor. La primera, que ostentaba la imponente y ribeteada firma de la directora sobre el sello de la escuela, decía lo siguiente:

“El informe socio-educativo correspondiente al alumno Pérez Pablo debía ser presentado en formato de cuadro, como fue establecido en la última plenaria, a la que usted no asistió. Por favor vuelva a redactarlo y entréguelo, impreso en computadora como corresponde, antes del cierre de la semana”

La segunda nota estaba escrita en lápiz en una hoja de carpeta, y contenía lo que se detalla a continuación:

“Seniorita: mi ijo pablito es el mayor asi que tiene que salir a trabajar porque yo tengo cinco hijos mas que son chiquitos y no tenemos para comer. Asi que disculpe usted si no saco nota buena en la prueva. La prosima ves le doy con el cinto y le prometo que saca un seis.
P.d: Usted disculpe pero no se yo que es el atte. Le pregunte al Pablito pero tampoco sabe”

La tercera nota, dentro de un sobre improvisado con una hoja de carpeta y cinta adhesiva, escrita en un trozo de hoja recortada a mano por el mismo Pablo Pérez, leía:

“Y bueno, por lo menos yo no me copié, como Juan y Alejo que eran re alevosos con el machete. Con Pedrito charlaba de cómo hacer para que no nos fajen a la salida porque ahora dicen que el celular de Romina lo afane yo, que ni ahí! Y con Laurita me voy a seguir mandando notitas hasta que se sepa si esta embarazada o no. Porque si si, estoy al horno.
PD: no me vaya a botonear”

Mary, Mary, quite contrary

We had met Mary at a wedding party in a nearby town. None of us had wished to attend, but the bride had once got us out of trouble after one of our famous high school escapades and it was only fair to go. We had all shared a first impression of Mary: she was hideous. Annoying voice, long greasy hair, split ends, nine-inch nails and a nasty pink bow dangling off the top of her head. But she was sitting at our table and it would have been exceedingly rude of us not to let her blend in; and later on when she happened to go to the toilet right in the middle of our “joint break”, well, let’s say we just had to share.

We all figured we would never have to see Mary again after the party, and we went home feeling we had complied to make the world a better place by allowing a poor friendless soul to have a fun, isolation-free evening.

Four weeks and a half after the wedding, we were called on by the inevitable. We were having happy hour drinks at our usual spot, when Christine though she had maybe seen someone who looked slightly like Mary. After the others’ faces transfigured (and I’m pretty sure so did mine, only I didn’t have a mirror at hand), Christine added she had just lost one of her contact lenses and that she was probably very mistaken. She wasn’t.

Mary’s ubiquitous magpie voice echoed through the room with the sole purpose of delighting our ears. Julia felt her heart, as if begging it not to stop, Kirsten gasped and Christine rolled her eyes. I couldn’t tell exactly what my reaction was, but I’d say it was somewhere along the lines of sighing and praying to the Lord for mercy. Oh, and I think I also wondered if He wasn’t punishing me for spending three hundred and fifty dollars on a pair of designer boots the previous week.

Mary hugged us all vigorously and dropped the bomb without further ado, or anaesthesia. She had moved to our very own neighbourhood. That was when we all exchanged accusing looks and wondered who had been the silly duck (or rather, the incredibly stupid platypus) to let her in on our current location -Kirsten had drunk ten margaritas at the wedding, so she was suspect number one. Mary went on about getting a promotion and saving for a holiday in Acapulco, and a whole bunch of other stuff. One thing was for sure: she was nothing like the shy girl we had met a month before. She spoke in a louder tone, gestured constantly and occasionally added dramatic looks to the most climatic bits of the stories she told –and believe me; she had a lot of stories.

It seemed as if our tiny token of phoney affection at the wedding had empowered her, and she was now hideous times ten.

Christine was the first to call it a night and, judging by the look on her face, she had really had enough. Ten minutes later, Kirsten and Julia emptied the excuse stock and they, too, left the pub. I was left alone, my best excuses having been used, my beer drunk, and my patience stretched to the limits. But the plot thickens. Right when I thought I could see traces of fatigue in Mary’s face, she cunningly persuaded me to schedule a shopping date for the following afternoon.

When I got back to the apartment, I broke the happy news to my roomies. I won’t deny I knew what was coming. None of them had been present at the moment of arranging the meeting so, technically, I was the only one who had actually promised to go. I used my victim card and accused them all of leaving me alone with her, of stealing my excuses and many other very unfriendly actions. In the end, I had to bribe them by promising to do the dishes for two weeks in a row, and to drive the next time we went out for drinks.

When we got to the mall, Mary was standing near the central fountain: a strategic position from which she would see us come in and we couldn’t say we had not been able to find her. She had also been careful enough to wear an orange and yellow dress which was impossible not to notice. At times, she seemed a lot smarter than we all thought she was. She greeted us with hearty exclamations, and I swear at least twelve people turned to see what the matter was. After we made sure that the security man had unfortunately no intentions of declaring her a public nuisance, she led the way into the most luxurious shops, and came out with bags of the most unfashionable, most expensive and most ridiculous outfits. She even persuaded Kirsten to get a purple bikini with yellow and green polka dots, which Kirsten later said would make a perfect Christmas gift for her aunt Margaret, who apparently was not over the Sixties yet.

Shopping had been exhausting, and we were all ready for a nice, cool beer. Maybe it was the beer, or maybe we were so tired we simply dropped our guard. The thing is, two beers and a half later we found ourselves making plans for Saturday night in front of Mary; and we even invited Mary to the club! This time, none of us was to blame individually, for we had all sinned together as sisters.

It was eight o’clock when we heard the bell. Christine was having trouble with her skirt zipper, Kirsten was straightening her hair, and Julia was in the middle of her manicure session, so I had the pleasure of answering the door. The she was, looking radiant in a brand new dress she had certainly not bought in our presence. This was not Mary, the shy, friendless, exasperating little woman we all knew and hated: she was a freaking fox!

She showed herself in and sat down next to Julia, who somehow stuck her nail file into her eye at the sight of Mary. Kirsten was the next to be jinxed. She was so surprised that she burned her ear and screamed for a whole minute. When Christine came out of the bathroom, swaying her hips proudly because her new skirt had a very nice fit, her jaw dropped, and the zipper burst open. We all glanced silently at each other, and then at Mary. It was going to be a very long night.

So there we were: Christine, Kirsten, Julia and I, sitting at a small side table, drinking hot whisky, watching Mary. That night, Mary danced with all of our guys. She danced with the cute ones, the not-so-cute ones, the amazingly cute ones; and it was one of the latter that she left the club with at the end of the evening. We decided we had had enough and went home on foot, for I had broken my promise of not drinking in order to drive. And we all made a friendship vow to never, ever again, make the dumb mistake of befriending a lonely stranger at a wedding.

lunes, 5 de enero de 2009

Insomnio

Tu pasajero oscuro me cansa, me exhaspera. Me gusta que este oculto, callado, observandolo todo desde algún recoveco, sigiloso. Pero cuando despierta, cuando tus ojos dejan de ser tus ojos para ser SU ventana, su palco, su pantalla, se que no hay coraza que me guarde de EL. Entonces voy hasta la mesa de luz, y miro el blister junto a la lampara de botella... tal vez sea uno de mis dias, tal vez sea yo, tal vez sea MI pasajera oscura. Pero no, no es. Entonces trato de charlar con el insomnio que me sobrevuela como un mosquito. Pero no, no hay caso. El sueño no llega. Solo preguntas. ¿Por que me hiere, si se que me ama? Y se que va a decirme que son solo ideas mías. El pasajero oscuro no es nada tonto. Siempre sabe encontrar la forma de que sean solo ideas mias. Pero el dolor que siento no es un mero síntoma inevitable de hormonas alborotadas. Me hiere, me confunde. El insomnio me pregunta por que... pero no puedo responderle. Entonces me levanto, enciendo un cigarrillo, y escribo líneas de blog barato y mediocre de esos que sí publican (nunca sabre por que) los diarios locales. Espero que tal vez el brillo de la enorme pantalla hiera mis ojos, y se entreguen al sueño. No quiero mas enojos, ni reproches. No quiero mas secretos. Y se que no es tu culpa, ni la suya siquiera, pero el pasajero oscuro, a veces, me cansa... me exhaspera.