lunes, 28 de julio de 2008

La siesta perpetuaba el silencio a lo largo de las calles inmoviles. A eso de las tres, un niño regordete abrio la puerta de su casa con un crujido. LLevaba bajo el brazo una reluciente pelota nueva, y aunque sabia que nadie admiraría su adquisicion hasta pasadas las cuatro, cuando el barrio despertaba nuevamente a la vida, su ansiedad hacia la espera insoportable. Mejor salir a recorrer la siesta, balon bajo el brazo, para ser el primero en ver llegar la tarde.
Salió con el paso apurado, pero ante la imponente soledad de la cuadra comenzó a caminar mas lento. Paso por la casa de ese chico, ese cuya expresion al ver el reluciente esferico sería para el niño la mas satisfactoria, el verdadero triunfo. Aunque las persianas estaban evidentemente cerradas, se paseo dos o tres veces por ese frente, ensayando la pose que adoptaría cuando la puerta finalmente se abriera.
(para ser sincera, habia pensado una historia fantastica y olvide como seguia, una boluda total. ya volvera supongo)

viernes, 18 de julio de 2008

Sin Titulo

"Dale que llegamos tarde!" decía el, mientras planchaba compulsivamente con la mano una arruga de la camisa. A través del espejo, ella engrosaba sus pestañas, encendiendo la sutil capa lilacea desparramada previamente sobre sus párpados. "Las llaves del auto", decía el, buscando en sus bolsillos, en el adorno de cristal de la mesa del living, en sus bolsillos otra vez. "Ya buscaste ahí" decía ella, testeando la rigidez de un taco recién devuelto por el zapatero amigo. "Por que será que la gente busca siete veces en un lugar... aun cuando sabe que la cosa no está ahi". "Eureka", decía el, tintineando el sonajero plateado y abriendo la puerta de calle. "Vamos, te pintas en el auto".
La calefacción del auto disfrazaba el invierno con suaves y cálidas oleadas que acariciaban las piernas de ella. El, transpirando, se obsesionaba con encontrar un lugar donde estacionar el auto. La noche, que alguna vez había sonado a risas, botellas rompiéndose eternamente contra el cordon de la vereda e incesantes ruidos juveniles, ahora emitía el silencio de una noche robada, tal vez a otro barrio, a otra esquina, pero no a esa.
El ruido constante y limpio del motor cesó. Ella, sumergida en el mundo de sombras coloridas que se reflejaba en el pequeño espejo del parasol, no reparó en la cabeza de el, moviendose de un lado a otro, los ojos llenos de sorpresa y algo más, algo un poco menos evidente. "Es raro". Ella emitio un sonido con tono de pregunta, pero el no lo necesitaba para responder. "Es raro que haya lugar para estacionar. No puede ser que todos hayan venido a pie".
Ella encerró las sombras coloridas en un bolso dorado que deslizó rápidamente bajo el asiento, para dar una última ojeada a un mechón rebelde de su largo pelo ondulado. El esperaba, como una tumba, con una extraña calma, mientras miraba a través del parabrisas el joven edificio que nacía en la esquina. Ella manoteó una pequeña cartera negra del asiento trasero y abrió la puerta. Su taco derecho tocó la vereda con firmeza, pero la pierna izquierda no respondió. El aún estaba allí sentado, en la misma postura, mirando algo que no estaba frente a él, pero que debía parecerse bastante, o nada, al edificio por venir. "¿Qué pasa?" preguntó impaciente. "Primero me apurás y ahora te quedás ahi. Y encima parezco una actriz de cine porno con el maquillaje mal puesto". El elevó su brazo izquierdo, y la punta del dedo índice tocó a lo lejos un panorama invisible. "Ahí, en ese bar, pasé casi diez años de mi vida". "En que bar?", preguntó ella, deseándo no estar comenzando una conversación. "Había un bar, donde hacen ese edificio. Esta esquina estaba llena de gente, autos con la música al palo. Escuchá".
"Amor, no escucho nada". Ella se desacomodaba el pelo en el intento de emprolijar su peinado.
"Nada".
Un flash se encendió y se apagó en un instante en los ojos de él. Las luces altas de un auto que pasó frente a ellos lo despertaron del recuerdo, y con decisión bajó del auto y cerró la puerta. Ell lo imitó, un tanto aliviada, y con mucha mas gracia. Rodearon la esquina lentamente. Ella preguntó algo sobre una cierta invitada que nunca había sido de su devoción. El la invitó amablemente a no causar problemas de antemano, y pronto se encontraron frente a un cartel naranja, que iluminaba la entrada de un bar casi vacío.
"Que hora es?, preguntó el, al tiempo que destapaba su propio reloj de la manga de su camisa. Ella elevó su mano izquierda y el tintineo de muchas pulseras le indicó que no llevaba reloj. Sacó su celular un instante para confimar que eran las diez y dos minutos. Se miraron, ensayando excusas para la ausencia de la comitiva, o siquiera del cumpleañero. "Preguntemosle al mozo", decidio ella rápidamente. El sacudió negativamente la cabeza y marcó un numero en el celular que sacó de su bolsillo. Un backtone sonó en el altoparalante hasta que, varios segundos despues, fue ahogado por la tecla para cortar.
"No entiendo, ya tendrían que estar todos aca, o al menos él".
"Demos una vuelta", dijo ella sin creer mucho su propia propuesta. El se precupó de que, al regresar, ya no hubiera lugar para estacionar, pero tomó de su bolsillo las llaves del auto.
Las calles vacías contrastaban incómodamente con la melodía alegre que innundaba el auto desde parlantes nuevos. En una esquina, el sintió cosquillas en el bolsillo de su pantalón. "Atende vos, deciles que donde corno están". Ella atendió. De otro lado de la línea, ni siquiera una respiración hacía eco de sus palabras. "Volvamos, tal vez ya hayan llegado", concluyó ella tras cortar la llamda frustrada.
Volvieron. Una, dos, tres veces. Vieron al único mozo servirle un submarino a un señor solitario, vieron a una parejita besarse de tres maneras diferentes, vieron las bolas de la mesa de pool, siempre estáticas, esperando, esperando. A la cuarta pasada, y al decimo intento de encontrar una voz del otro lado del teléfono, el tomó una calle que llevaba a su cochera. Ella bajó el parasol, contempló su rostro, ya casi sin color, y su cabello, nuevamente lacio y prolijo. Suspiró.
Alguien abrió una puerta. Un cumulo de ruido, música y expresiones alegres se expandió por un segundo y luego fue ahogado. El hombre, con una corbata de serpentinas y vapor invernal en su boca, contempló el edificio, que esperaba ansioso su pronto crecimiento. "Que buenas epocas... y mirá lo que sos ahora", le dijo a la fachada silenciosa. Tras una pitada rápida a su cigarrillo, tomo su celular y marcó un numero. De otro lado, no escucho siquiera una respiración. Se quedó contemplando el pasado, en el frío de la noche solitaria. El flash de un auto que pasó lo despertó del ensueño. La puerta se abrió y se cerró rapidamente. "Que pasó?", preguntó una mujer, "Hablaste?". El volvió una mirada vacía hacia el rostro de ella. "Sabés, juraría que acabo de verlos pasar". Entraron, y el cartel naranja y el edificio en contrucción que tenía historia, volvieron a quedarse solos.