viernes, 26 de marzo de 2010

DoCe

El portón de la entrada principal de la escuela estaba a punto de cerrarse cuando Julia finalmente arribó a destino. Una portera a la que Julia no conocía –tal vez se habría incorporado al plantel en su día de ausencia, la recibió con amabilidad. “Si, ¿qué desea?”. Julia indicó que trabajaba allí, y observó el rostro de la señora llenarse de incertidumbre. “No, hace dos años que trabajo aquí, y jamás la he visto. Ah... viene a hacer un reemplazo”. Julia explicó el malentendido. La jefa de porteras, dos preceptores y luego la vice directora misma tuvieron que acercarse a explicarle a Julia que era una desconocida en esa institución. Agotada de dar explicaciones que no llevaban a ningún lado, Julia se alejó unos metros de la entrada y miró el reloj. Eran las ocho en punto de la mañana, y no sabía qué demonios debía hacer. En algún lugar de la inmensa ciudad, alguien se preguntaba dónde estaría ella.
Julia decidió volver a casa y buscar indicios de su ocupación en esta vida. En el cajón donde guardaba papeles importantes encontró un recibo de sueldo, y un contrato. Era un estudio fotográfico. Como un flash de energía eléctrica, Julia recordó un hecho de su infancia. Su abuelo solía hacerles a ella y a su primo, un año menor, regalos al azar, que debían ser encontrados por la casa. Una navidad, ella encontró un barco en una botella y su primo, una cámara fotográfica.
Julia se dirigió a la dirección en el recibo. Un hombre joven estaba de pie tras un escritorio, y la recibió con rostro angustiado. “Llegás tarde. Deberías estar en la escuela desde hace media hora”. “¿La... la escuela?” se animó a preguntar Julia. “Tenés que sacar la foto de los grados, ¿es necesario que te lo recuerde?”. Julia sintió su cuerpo petrificarse. No podía volver allí, y decir “Disculpen, olvidé que en realidad venía a tomar fotografías”. Decidió seguir la corriente, y continuar explorando esta vida.
Había caminado sin rumbo durante un buen rato, cuando un extraño ritmo, como de una canción popular, comenzó a emanar de su cartera. Levantó el pequeño teléfono que sonaba ansioso, y dijo “Hola”. Una voz rasposa y profunda contestó “Hola, ya lo tenés, ¿no? Tráelo a esta dirección”. Julia no logró entender nada, pero decidió recibir más información.
Tomó un taxi hasta el lugar indicado. Era un barrio poco adecuado para una joven sola, pero Julia se armó de valor. Después de todo, eran las nueve de la mañana. Golpeó una puerta despintada, tras la cual flotaba un olor desagradable. El hombre que abrió la puerta se veía tal como se escuchaba. “¿Lo trajiste? ¿Dónde está?”. Julia no tenía la más remota idea de qué debía haber traído, pero temiendo represalias de parte de esta desagradable figura, siguió el juego. “Necesito más tiempo. Algún detalle más sobre... eso”.
El hombre comenzó a perder la paciencia, y la voz se hizo más profunda aún. “¿Detalles? ¿Qué detalles querés que te de sobre un mono? Son pequeños, abrazan, hacen monerías y sirven para experimentos científicos, por lo que las empresas pagan dinero por ellos. Punto. Ahora desaparecé, y antes de que caiga el sol quiero a ese mono acá”.
Un mono, pensó Julia, para experimentos. “¡Si yo amo a los animales!”, dijo en voz alta mientras esperaba el ómnibus. No le molestaba ser fotógrafa, ¡pero contribuir a la explotación y tortura de animales de laboratorio! Volvió a su casa con el primer ómnibus que pasó, y buscó por todos lados información sobre el mono. En su mesa de luz, dentro de un libro, se hallaba una nota que detallaba dónde estaba el animal y en qué momento debía robarlo. “Quiero una puerta. ¡Ya!”, se apresuró a decir Julia en voz alta. Aunque era consciente de que no sabía lo suficiente sobre esta vida, entendió enseguida que no era mejor que la anterior, por lo que no merecía la pena. La puerta apareció en un aparador de la bajo mesada, en el que reparó por absoluta casualidad mientras se servía un poco de agua. Era, de hecho, una puerta, solo que algo pequeña, como una puerta para enanos. Julia no llego a preguntarse como cabría en ella, puesto que al solo contacto con la perilla la casa desapareció.

martes, 2 de marzo de 2010

XI

Tras varios minutos de besos y abrazos, Marcos tomó a Julia de la mano, y se acercaron al hombre, que los miraba expectante. “¿Y bien?”, les preguntó, adivinando su decisión, “¿Quién será el primero en entrar?”. Julia levantó la mano. “Muy bien”, dijo el hombre, levantando la barra del puesto de hamburguesas para darle paso. “Antes de que te vayas”, alcanzó a decirle Marcos, “quiero que sepas que disfruté mucho haberte conocido”. Julia asintió con la cabeza, pero no llegó a decir “Yo también”, porque el hombre la llevaba hacia el interior del puesto que, como era de esperarse, era un largo pasillo. Julia observó por última vez el rostro de Marcos, y luego todo se oscureció.
Caminó lo que le parecieron cuadras, sin poder ver hacia donde iba, guiada por la mano del hombre, que caminaba delante de ella. Cuando finalmente creyó ver luz al final del pasillo, todo se iluminó de repente, y Julia se encontró en una enorme habitación vacía. El hombre del puesto, que la había llevado hasta allí, ya no estaba. Lo único que había, aparte de ella, era una alta cortina de terciopelo rojo, justo en medio de la habitación. Parecía el telón de un teatro para enanos, pero no había escenario, sólo la cortina, suspendida en el aire, que era unos metros más alta que ella, y llegaba hasta el piso.
Lo primero que pensó Julia fue que debía atravesar la cortina, pero le pareció muy descuidado simplemente pasar. Creyó que tal vez sería buena idea solicitar indicaciones, así que le habló a la nada. “¿Alguien podría decirme qué se supone que debo hacer?”. Como por arte de magia, de la misma forma en que había aparecido la feria alrededor del aquel solitario puesto en el campo, Julia se encontró con cuatro sillones de altos respaldos aterciopelados. En cada uno estaba sentada una persona, dos hombres y dos mujeres, vestidos con largas túnicas de terciopelo de varios colores.
“Hola”, dijo Julia, que se dio cuenta de que no era muy buena para iniciar conversaciones con extraños. Los cuatro personajes le devolvieron el saludo. “Necesitaría saber qué debo hacer”, dijo Julia un tanto nerviosa, ya que las figuras eran bastante imponentes, como si se tratara de cuatro reyes y reinas salidos de algún cuento de los que solía leerles a los niños.
Una de las mujeres fue la primera en hablar “Bienvenida a la Feria de los Mundos. Eso frente a vos es una puerta... digamos que mágica”. “Al cruzar esa puerta, podrás acceder a otra realidad”, prosiguió uno de los hombres, “otra de tus vidas posibles”.
“No entiendo”, interrumpió Julia, “¿Qué es exactamente ‘otra vida posible’? Por ejemplo, ¿podría despertarme y ser una actriz famosa?”. El segundo hombre tomó la palabra y explicó “Eso depende de tu vida actual. Las vidas posibles son opciones dentro de los elementos existentes en tu vida en este momento. La vida está hecha de decisiones. Te subís al auto cada mañana y decidís qué camino tomar. Elegís uno, y te cruzás con una manifestación. A causa de eso llegás tarde al trabajo. Si hubieses tomado otra calle habrías llegado justo a tiempo. Si sumás la cantidad de decisiones que tomaste cada día de tu vida, y en cada caso elegís otra de las tantas opciones con las que contabas en ese momento, el resultado será otra de tus vidas posibles. Una vida que, dependiendo de la cantidad y la calidad de las elecciones, podría ser muy similar, o radicalmente distinta a tu vida actual”.
Le tomó varios minutos a Julia procesar lo que le estaban diciendo. Cuando finalmente comprendió, había varias preguntas en su mente. Eligió una al azar y la formuló. “¿Y cuál es el sistema? Es decir, ¿qué determina a cuál de mis vidas posibles viajaré si cruzo la puerta?”. La respuesta estuvo a cargo de la cuarta mujer, aunque Julia casi pudo adivinarla. “Lo más interesante es no saber. Al cruzar la puerta, nadie sabe a donde conduce. Sólo se sabe que las combinaciones serán distintas. Podría llevarte a la peor, a la mejor de tus vidas posibles, o a una que no es ni buena ni mala, pero que en alguna forma será diferente a la actual”.
Julia ordenó sus dudas prioritariamente. “¿Y qué sucede una vez que elijo? ¿Me quedo allí para siempre? ¿No puedo volver a mi vida actual nunca más?”. “¡Excelente pregunta!” exclamó el hombre que había hablado primero “Muchos gastan su oportunidad de averiguar cosas preguntando si van a morirse, o por qué estamos aquí nosotros, o cómo funciona la puerta” (la verdad era que a Julia le habría encantado saber la respuesta a todo eso, pero agradeció su sentido común), “La puerta ofrece oportunidades ilimitadas pero, por supuesto, existen reglas. Cuando te embarques en el descubrimiento de tus vidas posibles, podrás pasar en cada una sólo un día. Si la vida que visitaste no te agrada, podrás pedir una puerta para regresar aquí. La puerta, como sucede con la misma feria, aparecerá en el lugar menos esperado y será tu deber encontrarla. Al encontrar la puerta, ésta te transportará a esta habitación, y podrás volver a elegir”.
“¿Qué pasa si paso más de un día en una vida?” se apresuró a preguntar Julia. “Si llega el amanecer del día siguiente y no buscaste, o lograste encontrar la puerta, te quedarás allí para siempre, y esa se transformará en tu única vida posible” contestó una de las mujeres. “Y con respecto a tu vida actual, desapareció el segundo en el que cruzaste el puesto de hamburguesas. Pero no deberías afligirte demasiado, si hubieses estado satisfecha con ella, no habrías llegado hasta aquí”.
Julia pensó en Marcos, lo único que realmente echaría de menos de todas las cosas que había perdido. Entonces recordó que él se había quedado afuera, y se preguntó qué habría sido de él. “Ya es momento”, dijo uno de los hombres. Julia agradeció la ayuda de las cuatro figuras y caminó, con algo de temor, hacia el telón.

Julia abrió los ojos. Tenía una sensación en el cuerpo que le indicaba que había estado durmiendo varias horas, pero no recordaba haberse echado a dormir. Se sentó en la cama y trató de hacer memoria, de volver al momento en el que había cruzado la puerta. Nada, ni siquiera una imagen.
Miró a su alrededor. Estaba en su cuarto, el de siempre. Cada centímetro de empapelado, cada objeto sobre los muebles, indicaba que ese era SU cuarto. Inevitablemente, Julia pensó que la feria había sido un largo y laberíntico sueño del que acababa de despertar, y bajó a desayunar.
Media hora más tarde, ya se encontraba en su auto, escuchando su radio preferida, de camino a la escuela. En un momento del recorrido, trató de ubicar con la mirada la tienda del padre del señor de la feria. Por alguna razón, no pudo verlo. Tal vez no recordaba el lugar exacto y ya se había pasado. Tal vez...