martes, 22 de diciembre de 2009

La Feria de los Mundos, octava entrega

Julia estaba a punto de despedirse, cuando Marcos tomó una gran bocanada de aire y le preguntó, “¿Qué vas a hacer ahora?”. Julia lo miró, y tratando de ocultar el sobresalto respondió “Nada en particular”. “¿Te gustaría ir al cine?”, inquirió Marcos, sintiendo que sus mejillas se teñían de color carmín. Julia dijo que sí con la cabeza, sonriendo.
Les gustó descubrir que sus gustos cinematográficos eran similares, y pasaron dos horas y media viendo una película de fantasía medieval. Luego tomaron un café en un barcito cerca del cine, y comentaron animadamente sus partes preferidas del filme. Mientras esperaban que el mozo le trajera la cuenta, se quedaron mirándose en silencio, y una conversación vecina se filtró sin querer en sus oídos. “Y después pinchamos, y estuvimos media hora esperando a la grúa porque no tenía rueda de auxilio. Decí que mi mujer se entretuvo mirando chucherías en una feria. Los chicos se fueron mirar las atracciones y pude descansar un poco”. Julia y Marcos se miraron, y luego al hombre que había dicho las esas palabras. Julia miró a Marcos, como indicándole que hiciera algo al respecto. El chico tomó valor y se acercó a la mesa vecina. Al cabo de unos minutos de conversar con el señor, volvió a su mesa y le comentó a Julia lo que había averiguado. “La feria está a unos treinta kilómetros de acá. Se está acercando”. Julia se quedó pensando. “¿Te parece que vayamos a investigar?”. “No se”, contestó el. Permanecieron largo rato en silencio, y se retiraron mucho después de que el mozo viniera a cobrarles.
Julia llevó a Marcos a su casa (tampoco hablaron en el auto). Antes de bajarse, Marcos reflexionó: “Si vamos a ir, tenemos que decidirnos rápido, porque la feria se mueve. Te propongo que lo pensemos esta noche. Mañana te llamo apenas me despierte. Si nos decidimos, pedimos un imprevisto en la escuela y salimos a primera hora”. “Me parece bien”, contestó Julia tras pensarlo un momento, y agregó “Gracias por la salida”. Marcos se despidió con una amplia sonrisa.
Ninguno de los dos pudo dormir esa noche. Los pensamientos de Julia alternaban entre la feria, la decisión pendiente, y la salida con Marcos. Había tanto en su cabeza que no había podido disfrutar recordando la agradable cita. Pensó que le habría gustado darle un beso, pero ya habría tiempo para eso.
Cuando sonó el teléfono, Julia ya tenía su bolso armado. Había puesto un abrigo, unos sándwiches y un termo con jugo de naranja. Después de todo, no sabía si iban a encontrar una feria o un enorme descampado. No tuvo que dar demasiadas explicaciones en la escuela: no faltaba desde hacía meses. Marcos, en cambio, tuvo que justificarse ya que había perdido cuatro días ese mes. Lo solucionó diciendo que el médico quería hacerle un chequeo para comprobar que se había recuperado.
A poco más de media hora de haber salido, arribaron al lugar indicado por el señor del bar. Ambos descendieron del auto, y contemplaron con tristeza la extensa desolación del campo. Allí no había ninguna feria. “No puede ser”, dijo Marcos, confundido. “El señor dijo que había estado aquí ayer a la mañana. No pudieron mover todo tan rápido”. Julia lo miró a los ojos. “Si la feria puede hacer lo que sospechamos que hace, no veo por qué no podría moverse a fuerza de algún método sobrenatural”. Se sentaron en un sector donde había crecido el pasto, a desayunar sándwiches y jugo. Después de todo, habían perdido un día de trabajo, y no tenían demasiadas opciones en medio del campo.
Marcos le contó a Julia cosas sobre su infancia, y Julia pasó largo rato hablando de sus alumnos y la generalizada falta de imaginación de los niños modernos. Ambos habían crecido de forma tan diferente a los niños que asistían a la escuela donde trabajaban... infancias llenas de juegos, y secretos, y mundos imaginarios. Julia sentía mucha lástima por sus alumnos, que habían tenido la mala suerte de crecer en una ciudad de acero y piedra.
El sol brillaba sobre sus cabezas cuando Julia y Marcos decidieron emprender el viaje de regreso. Subieron al auto, echando una mirada melancólica al lugar donde habían creído que encontrarían la maravillosa Feria de los Mundos.
No habían avanzado ni dos kilómetros cuando, repentinamente y sin aviso, Julia pisó bruscamente el freno. Marcos, que casi se da la cabeza contra el parabrisas, preguntó alarmado qué sucedía, y Julia no pudo más que señalar con la boca abierta, algún punto en medio del descampado, a un lado de la ruta. Marcos siguió con la mirada la trayectoria que marcaba el dedo de Julia, y él también dejó caer su mandíbula inferior. Ni siquiera un auto, que los eludió tocando desaforadamente su bocina, logró que despertaran del asombro que eso les había provocado. Allí, en medio de la nada, había una pequeña tienda. La parte frontal estaba levantada formando un toldo, y bajo el toldo se encontraba una mesa plegadiza. Sobre la mesa brillaban cosas que los ojos de Marcos y Julia no llegaban a distinguir, y tras ella estaba sentado un señor con un turbante. Cuando pasó el segundo auto, el de Julia se tambaleó por un momento, y entonces no tuvieron mas remedio que salir del trance y moverse del camino. Julia estacionó a un lado de la ruta, y ambos caminaron lentamente hacia el solitario puesto.
Cuando estaban a cierta distancia, Marcos tomó la mano de Julia y le susurró a un oído “¿Te parece que avancemos más? Ese tipo tiene cara de psicópata”. “Precisamente,” replicó Julia en voz baja, “Debe ser de la feria. ¿Te das cuenta? ¡La encontramos!”. Finalmente estaban cara a cara con el hombre del turbante, que los miraba fijamente con rostro inexpresivo. “Buenos días”, se le ocurrió decir a Julia. El hombre no respondió. “¿Que es lo que vende?” intentó Marcos. El hombre se remitió a señalar con la mano abierta los objetos sobre la mesa. Ninguno de los dos entendía bien qué eran exactamente. En su mayoría, había cosas de vidrio o de metal, objetos brillantes -tal vez adornos- de formas raras, con pequeñas partes que giraban o se movían con el viento. Algunos emitían sonidos agradables y suaves como los de los llamadores de las puertas.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La Feria 7

Durante los cuatro días en los que Marcos no se presentó a trabajar, Julia no hizo otra cosa que pensar en lo que le había dicho Brian IV. ¿Y si la madre de Brian descubrió la feria, y se embarcó a descubrir otros mundos posibles? La historia le sonaba descabellada, pero le había dado tantas vueltas en su cabeza que ya nada parecía extraño.
Lo único que interrumpió las meditaciones de Julia fue una invitación de Tatiana a cenar. Había invitado a un grupo de amigos a su casa, y deseaba contar con la presencia de su amiga. Julia aceptó contra su voluntad, tras la insistencia de Tatiana. Esa noche se puso un vestido sencillo y se presentó en casa de su amiga poco después de las nueve. La cena le resultó tediosa (la mayoría de los invitados eran jóvenes emprendedores y secretarias con minifalda), y Julia maldijo el momento en que se dejó convencer de asistir.
Durante el café, uno de los jóvenes comenzó un monólogo de media hora, en el que hablaba sobre sus aspiraciones en la vida. “...y cuando finalmente logre el ascenso, nada se interpondrá en mi camino”. Julia, cansada de bostezar, decidió interrumpirlo. “¿No te parece un poco aburrido saber como va a ser tu vida desde ahora hasta que te mueras?” El joven reparó en Julia, y con soberbia, contestó “No, porque mi vida no podría ser mejor que esto. Creo que he tenido la suerte de venir a parar a mi mejor vida posible. Soy joven, apuesto, talentoso...”. Julia no escuchó el resto de la respuesta. Su cabeza volvió a la feria, al Sr. Petropulos, a la madre de Brian. Casi estaba segura de que su teoría era cierta. Lo sentía en lo profundo de su ser. No podía aguantar sus deseos de ver a Marcos, y expresar lo que pensaba al respecto.


-4-

Cuando Julia volvió a bajar al sótano y encontró a Marcos nuevamente en su puesto, no pudo contener su alegría y lo abrazó con fuerza. El joven sonrió, mostrando que el también estaba contento de verla, pero su rostro se volvió completamente rojo. Julia se sentó, y durante veinte minutos explicó detenidamente todo lo que había elaborado en su cabeza. Cuando finalizó, Marcos estaba pensativo. Guardaron silencio durante unos minutos, hasta que finalmente él habló. “Bueno, lo cierto es que, pensándolo fríamente, todo lo que decís es una completa estupidez” Julia frunció el ceño. “Sin embargo,” prosiguió Marcos, “habiendo visto el folleto, y leído el cuaderno de Petropulos, no puedo no creer que... tal vez... en una de esas... sí existe una Feria de los Mundos, y probablemente allí pasen cosas que nuestras mentes no están preparadas para procesar”. Julia suspiró aliviada. Si se estaba volviendo loca, al menos alguien la acompañaría al psiquiátrico. “Ahora bien”, continuó elaborando el joven, “si la feria existe, es probable que no esté siempre en el mismo lugar. Las ferias son nómades por naturaleza. Y eso que dice Petropulos, la feria siempre está en el lugar menos esperado...”. “Aparece”, interrumpió Julia, “la feria siempre aparece, dice el bibliotecario, como si apareciera de la nada. Y Brian lo dijo, cuando volvieron a pasar, ya no estaba. Eso mismo me pasó con el folleto. Ese negocio donde lo encontré, juraría que no estaba ahí antes. Y el mismo folleto... era el único que había en el exhibidor. Tal vez no hay que buscar la feria, sino esperar que la feria lo busque a uno...”. Se despidieron con ese pensamiento.
En los días sucesivos, Julia emprendió sus tareas rutinarias pensando en qué pasaría si pudiera elegir otra realidad. Cada vez que los niños gritaban, o se rehusaban a prestar atención, Julia imaginaba en su mente que los niños desaparecían, que estaba en otro lugar, o tal vez en otra clase, con otros alumnos que sentían deseos de usar su imaginación, de crear, de ser niños.
Dejó de reunirse con las demás maestras a tomar el té. Últimamente su mente vagaba demasiado, y las maestras empezaban a cuchichear a sus espaldas. Volvió a dejarse el pelo suelto, a usar prendas de colores brillantes. Día a día, la sola idea de la Feria de los Mundos le devolvía a Julia, al menos en su imaginación, las ganas de vivir.
A Marcos también se lo veía más animado. Cuando pasaba a saludarlo en sus ratos libres, siempre estaba tarareando una canción, o silbando. Ya poco se parecía al joven callado y tranquilo que había conocido. Una tarde, hasta se animó a invitarla a salir.