viernes, 30 de octubre de 2009

La Feria de los Mundos IV

En la página cuarenta y ocho, el bibliotecario había dibujado la tapa de una revista “La Feria de los Mundos”. No había ninguna ilustración en la tapa, y las palabras ocupaban sólo una pequeña porción. En la página cuarenta y nueve, Julia leyó lo siguiente:

La Feria de los Mundos
Folleto ilustrado con información sobre la ubicación actual de la feria y sus atracciones.
Nota: No confundir con “La Feria de las Naciones”. La feria de los mundos es sólo para un público selecto.

Julia se preguntó si la feria de la que hablaba el folleto habría existido realmente, si habría venido a su ciudad en tiempos en los que aún no existían los edificios. Si el libro de registros tenía cuarenta años de antigüedad, era probable que la feria hubiese visitado la ciudad en esa época. Buscó a Marcos con la intención de preguntarle al respecto, y por un momento se quedó mirándolo en silencio. Finalmente él advirtió su presencia y, sonriéndole, le preguntó qué necesitaba. “¿Sabés algo sobre esto? ¿Podrá ser que el folleto original esté por aquí en algún lado?”. Marcos miró la página cuarenta y ocho, y luego leyó la cuarenta y nueve. Mientras lo hacía, Julia se arrepintió de preguntarle, y pensó que al él le parecería extraño que ella se interesara por semejante cosa, y pensaría que era una loca sin remedio. Sin embargo, Marcos levantó la mirada y sonrió. “No, lo siento. No creo que ese folleto siga acá. De todas formas, si llego a encontrarlo te aviso en seguida”,

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Julia no volvió a la biblioteca por un tiempo, pero sí volvió a tener clases con sus alumnos. Todo cambió para peor: los niños se tornaban agresivos y todos los días tenía que mandar a alguno a dirección por insultar a un compañero o decir palabras inadecuadas. A Julia se le hacía cada vez más difícil aguantar las horas de clase. Todas las mañanas se peleaba con los conductores de los lujosos autos, que parecían transatlánticos al lado del suyo. Todas las mañanas subía la escalera, y a medida que se acercaba al segundo piso su angustia iba intensificándose.

viernes, 23 de octubre de 2009

La Feria de los Mundos III

Había un chico, un tanto menor que ella, que le daba a Julia la impresión de cubrir sus expectativas. Eran un muchacho callado y tranquilo, de hermosos y apacibles ojos color verde hierba, y trabajaba en la biblioteca de la escuela. Julia solía frecuentar la biblioteca, en busca de alguna nueva historia para sus alumnos, pero desde que abandonara su costumbre de leerles a los niños, no había tenido excusas para visitar a su joven bibliotecario.
Un jueves, al llegar a la escuela, le informaron que los niños habían ido a un torneo intercolegial de voley, y Julia pensó que sería buena idea pasar el tiempo libre en el sótano, donde funcionaba la biblioteca. Bajó las oscuras escaleras con un poco de ansiedad, preguntándose si su cabello se veía bien, o si había recordado pintarse los labios. No tardó en encontrarlo, sumergido bajo una pila de revistas sobre educación. “Hola”, le dijo, y el joven pego un salto, desparramando las revistas por todos lados. “Hola. Me sobresaltaste. Estaba haciendo el inventario.” Julia sonrió. “Perdón. ¿Querés que te ayude? Tengo la mañana libre pero tengo que cumplir horario”. Julia rogó que le dijera que sí, así podrían pasar juntos varias horas y conocerse mejor. “No, gracias, es un lío, hay polvo por todas partes. Pero por ahí yo puedo ayudarte a vos. ¿Qué buscabas?”. Julia no había pensado en eso de antemano. Improvisó. “Algún libro sobre ferias, aunque dudo que haya alguno acá”. El chico levantó las revistas desparramadas y luego subió una escalera de esas que se apoyan sobre los estantes. Se deslizó unos centímetros y tomó un grueso volumen de color verde. “¿No me digas que ese libraco habla sobre las ferias?”. “No, pero es un registro de todo el material que había acá hasta hace cuarenta años. Ahí podes buscar algo que te interese”. Julia tomó el libro con esfuerzo, ya que era algo pesado. “¿Hace cuarenta años que no hacen el inventario?”. “No, es que los registros posteriores se estropearon por alguna razón, y ese es el único que queda, hasta que yo termine mi trabajo. Te advierto que muchas de las cosas que figuran allí pueden ya no estar, y puede que haya libros en la biblioteca que no figuren ahí.”
Julia agradeció al joven y se sentó en una mesita con el libro de registro. Era tan gordo porque el viejo bibliotecario había dibujado las tapas de los libros, y escrito a continuación una breve reseña de cada ejemplar que conformaba la biblioteca. También se había tomado el trabajo de crear un índice de títulos, y uno con palabras clave que dirigían al lector a los distintos libros sobre cada tema. Julia buscó en ese índice la palabra “feria”. Para su sorpresa, la encontró, junto con un número de página.
Tal vez por la emoción de encontrar lo que buscaba, cuando levantó la mirada y vio al joven ordenando las revistas, le preguntó su nombre. “Marcos”, dijo Marcos, que ahora tenía nombre. Julia no pudo decir más que “Ah”, y se avocó a buscar la página indicada.

martes, 20 de octubre de 2009

La feria de los mundos II

Así fue como, sin darse cuenta, Julia dedicó el resto de la clase a leer su cuento sobre las ferias. Cuando terminó, estaba tan emocionada que casi había olvidado que estaba en un salón de clase rodeada de niños. Levantó la mirada del libro, ansiosa por descubrir la impresión que el cuento había causado en sus alumnos. Para su enorme sorpresa, la totalidad de los niños se habían quedado dormidos. No lo entiendo, pensó Julia, todo el mundo ama las ferias.
Al día siguiente, Julia llegó a la enorme escuela resignada a posponer por unos días la lectura de cuentos, debido al fracaso que había resultado el último. Subió las escaleras, y al llegar a la puerta del salón la esperaba una horda de padres enfurecidos que la rodearon en el acto. “¡Estamos indignados!”, exclamó un señor con un grueso bigote. “¡Es una barbaridad!”, gritó una señora gorda con un vestido floreado y un horrible sombrero. Tras varios segundos de protesta, Julia logró que hicieran silencio. “¿Alguno de ustedes podría explicarme qué sucede?”. Un señor flaco y alto, de cabello color zanahoria, se hizo paso ante el grupo de padres y explicó: “Ayer, usted hizo que todos nuestros niños se durmieran. No mandamos a nuestros hijos a la escuela para que duerman; eso lo hacen por la noche. Los traemos para que llenen sus cabezas de datos y procedimientos útiles”. Julia trató de defenderse. “Lo único que hice fue leerles un cuento. Siempre empezamos la clase de la misma manera”. La señora del vestido floreado puso cara de indignación, y el señor del cabello naranja manifestó lo que todos pensaban. “A partir de ahora, señorita Rowan, remítase a hacer aquello por lo que le pagan. Y no vuelva a intentar distraer a nuestros hijos con fantasías inútiles”. Todos los padres se retiraron, y Julia ingresó al salón, donde los niños ya estaban sentados, algunos desplegando sonrisas de triunfo.
Durante varias semanas, Julia dio clases aburridísimas, leyó cuentos con moralejas que enaltecían los valores morales y, al parecer, mantuvo contentos a todos los padres: ninguno volvió a visitarla desde aquel día. Los niños escuchaban los cuentos, analizaban oraciones, clasificaban adjetivos. Y Julia se aburría. Así fue como el viaje diario al enorme edificio se volvió rutina, y cada mañana Julia se levantaba con menos ganas de ir a trabajar.
“Los chicos no se emocionan con nada”, le decía a su amiga Tatiana mientras almorzaban un sábado. “No se cómo no se mueren de aburrimiento. No les gustan los cuentos, hasta dudo que les interesen los dibujos animados. Si les pido que imaginen algo me miran como si hubiese dicho una mala palabra”. Pero Tatiana, que era una de esas secretarias con minifalda que dirigen a la gente de una oficina a otra, también creía, en el fondo, que imaginar era una mala palabra. Y aunque jamás fuera a decírselo, consideraba que Julia era un poco infantil y que debía dedicarse a cosas menos fantasiosas y más a punto con la realidad.
Desde hacía un tiempo, Tatiana había intentado que Julia se enamorara de alguno de sus amigos: jóvenes emprendedores y apuestos que llevaban a cabo eficientemente sus tareas de oficina. De vez en cuando, hasta lograba convencerla de que saliera a tomar un café con alguno después del trabajo. Pero a Julia, los jóvenes emprendedores la aburrían terriblemente. No hablaban más que de sus logros empresariales, de sus aspiraciones laborales o de sus posesiones materiales. Julia quería conocer a un joven no tan emprendedor, no tan apuesto, que agregara a su vida un poco de lo que los niños comenzaban a quitarle cada mañana.

lunes, 5 de octubre de 2009

LA FERIA DE LOS MUNDOS 01

I. Todo el mundo ama las ferias
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Una feria es un mundo que deambula. Su llegada a un nuevo destino difícilmente pase desapercibida. Grandes tiendas se despliegan a lo largo de algún descampado que, salvo por la ocasional visita de algún circo o un parque de diversiones, no es sino un gran baldío en las afueras de una gran ciudad. Durante la estadía de la feria, el descampado se cubre de luces, músicas extrañas y centenares de objetos sin dueño que esperan por uno, o que simplemente están allí, como parte de ese fantasmagórico escenario.
Julia nunca había estado en una feria, pero había leído infinidad de historias en las que algún niño curioso se perdía en sus encantos para nunca regresar. Tampoco se le había ocurrido visitar una: en la ciudad en donde vivía sólo había edificios, ningún descampado. Los baldíos no pasaban demasiado tiempo sin que algún agente de bienes raíces los descubriera, y en seguida alzara sus manos cual director de cine, para comenzar a proyectar una nueva propiedad horizontal. Después de todo, los edificios eran necesarios. Todo lo que la gente hacía en la gran ciudad requería de alguna oficina, donde alguna bella secretaria se sentara con su minifalda a atender algún teléfono, e indicarle a la gente cuándo podía pasar a hacer quién sabe qué trámite.
El edificio en el que trabajaba Julia era uno enorme e imponente, pero en él no había oficinas sino aulas. Decenas de ellas se desplegaban a lo largo de las dos plantas, que ocupaban una manzana entera. Todas las mañanas, las enormes aulas se llenaban de niños, que ocupaban centenares de bancos y desplegaban sobre ellos cientos de carpetas, biromes y lápices.
Julia enseñaba lengua y literatura en el cuarto grado, y como amaba los cuentos, siempre empezaba su clase leyendo un capítulo de alguna de sus historias preferidas. Una mañana en particular, comenzó a leer uno de esos cuentos sobre niños perdidos en ferias. No había llegado a la quinta línea, cuando una pregunta inesperada la hizo detener su lectura. “Señorita, ¿qué es una feria?”. Julia levantó los ojos del libro. La pregunta había sido formulada por Brian II (En el curso de Julia había cinco Brians, tres Azucenas y ocho Dianas). “¿Alguien puede explicarle a Brian qué es una feria?”, preguntó Julia, asumiendo que varias manos se levantarían en el acto. Los niños pestañeaban con ojos ausentes, y ninguna mano se elevó. “¿Nadie sabe lo que es una feria?” Era evidente que nadie sabía. “Una feria”, comenzó Julia, “es un lugar como un circo, pero sin carpa, donde la gente va y...”. Lo cierto es que Julia tampoco sabía como describirlas, siendo que ella nunca había visto una. “La gente va y... hay muchos puestos con cosas para ver... cosas extrañas, gente con habilidades especiales”. “Ah”, dijo una de las Azucenas, creyendo que empezaba a comprender, “hay chicos que realizan operaciones matemáticas complicadas”. “No, no. No esa clase de habilidades. Hagamos una cosa. Cuando escuchen más de la historia van a entender de qué se trata. Sigamos leyendo”.