martes, 20 de octubre de 2009

La feria de los mundos II

Así fue como, sin darse cuenta, Julia dedicó el resto de la clase a leer su cuento sobre las ferias. Cuando terminó, estaba tan emocionada que casi había olvidado que estaba en un salón de clase rodeada de niños. Levantó la mirada del libro, ansiosa por descubrir la impresión que el cuento había causado en sus alumnos. Para su enorme sorpresa, la totalidad de los niños se habían quedado dormidos. No lo entiendo, pensó Julia, todo el mundo ama las ferias.
Al día siguiente, Julia llegó a la enorme escuela resignada a posponer por unos días la lectura de cuentos, debido al fracaso que había resultado el último. Subió las escaleras, y al llegar a la puerta del salón la esperaba una horda de padres enfurecidos que la rodearon en el acto. “¡Estamos indignados!”, exclamó un señor con un grueso bigote. “¡Es una barbaridad!”, gritó una señora gorda con un vestido floreado y un horrible sombrero. Tras varios segundos de protesta, Julia logró que hicieran silencio. “¿Alguno de ustedes podría explicarme qué sucede?”. Un señor flaco y alto, de cabello color zanahoria, se hizo paso ante el grupo de padres y explicó: “Ayer, usted hizo que todos nuestros niños se durmieran. No mandamos a nuestros hijos a la escuela para que duerman; eso lo hacen por la noche. Los traemos para que llenen sus cabezas de datos y procedimientos útiles”. Julia trató de defenderse. “Lo único que hice fue leerles un cuento. Siempre empezamos la clase de la misma manera”. La señora del vestido floreado puso cara de indignación, y el señor del cabello naranja manifestó lo que todos pensaban. “A partir de ahora, señorita Rowan, remítase a hacer aquello por lo que le pagan. Y no vuelva a intentar distraer a nuestros hijos con fantasías inútiles”. Todos los padres se retiraron, y Julia ingresó al salón, donde los niños ya estaban sentados, algunos desplegando sonrisas de triunfo.
Durante varias semanas, Julia dio clases aburridísimas, leyó cuentos con moralejas que enaltecían los valores morales y, al parecer, mantuvo contentos a todos los padres: ninguno volvió a visitarla desde aquel día. Los niños escuchaban los cuentos, analizaban oraciones, clasificaban adjetivos. Y Julia se aburría. Así fue como el viaje diario al enorme edificio se volvió rutina, y cada mañana Julia se levantaba con menos ganas de ir a trabajar.
“Los chicos no se emocionan con nada”, le decía a su amiga Tatiana mientras almorzaban un sábado. “No se cómo no se mueren de aburrimiento. No les gustan los cuentos, hasta dudo que les interesen los dibujos animados. Si les pido que imaginen algo me miran como si hubiese dicho una mala palabra”. Pero Tatiana, que era una de esas secretarias con minifalda que dirigen a la gente de una oficina a otra, también creía, en el fondo, que imaginar era una mala palabra. Y aunque jamás fuera a decírselo, consideraba que Julia era un poco infantil y que debía dedicarse a cosas menos fantasiosas y más a punto con la realidad.
Desde hacía un tiempo, Tatiana había intentado que Julia se enamorara de alguno de sus amigos: jóvenes emprendedores y apuestos que llevaban a cabo eficientemente sus tareas de oficina. De vez en cuando, hasta lograba convencerla de que saliera a tomar un café con alguno después del trabajo. Pero a Julia, los jóvenes emprendedores la aburrían terriblemente. No hablaban más que de sus logros empresariales, de sus aspiraciones laborales o de sus posesiones materiales. Julia quería conocer a un joven no tan emprendedor, no tan apuesto, que agregara a su vida un poco de lo que los niños comenzaban a quitarle cada mañana.

1 comentario:

Rainstorm dijo...

Aqui hay mas, perdon por el cuelgue, no esperaba comentarios :D